Columna de libros: “La edad del perro” de Leonardo Sanhueza

En el último tiempo hemos visto textos producidos por una generación de escritores que vivió su infancia durante la dictadura y que regresan literariamente, ficcionalmente, a esos momentos, tal vez actualizando memorias propias o inventando historias. La verdad es que no pareciera tener importancia si estos textos son autobiográficos o no, sino la aparente necesidad de dar cuenta de un período de la vida en que los acontecimientos son entendidos de una manera indirecta, por cuanto los adultos prefieren ocultar ciertos hechos a los niños y niñas. Los poetas láricos volvían a la infancia como en busca de un paraíso perdido, pero cuando se recuerda el abandono del padre, las cicatrices obtenidas, la cesantía de la madre, los ratones que pueblan la casa, ¿se está queriendo volver a un paraíso o más bien será una manera de ponerle fin a esa infancia? Una novela como La edad del perro de Leonardo Sanhueza levanta una serie de preguntas; también es un libro para ser disfrutado, desde la construcción del niño protagonista –que se llama, justamente, Leonardo- hasta las historias que relata sin pelos en la lengua desde el techo de la casa de sus abuelos en Temuco cuando tenía nueve años.

El libro, la primera novela de Sanhueza, un destacado poeta, es un texto muy bien pensado. Está dividido en dos partes, “1983” y “1984”. La primera ocurre enteramente sobre el techo de la casa, mientras Leonardo y su abuelo lo reparan para evitar goteras. El trabajo –que es relatado en presente- va gatillando recuerdos de distinta clase, historias cotidianas, a veces mínimas, recuentos de las quemaduras que ha sufrido, relatos sobre gente que conoce, la obsesión de la abuela con el fin del mundo; estas otras historias son relatadas en pasado. Hay una clara conciencia acerca de la importancia de los tiempos, como cuando el niño se explaya acerca de las profecías del fin del mundo: “como están escritas en pasado, las historias sobre el Juicio Final parecen recuerdos, no profecías. Si estuvieran contadas en presente, como lo hago yo con la reparación del techo, parecerían vivencias” (47). Vivencias y recuerdos; esos son dos de los registros en los que el niño se mueve. Cuando acaba el día, las vivencias terminan y se cierra la primera parte del libro. La segunda ocurre un año más tarde; nuevamente abuelo y nieto están trepados sobre el techo, reparándolo. Pero las vivencias se extenderán más allá de ese día, cuando el pasado –específicamente ese padre que apenas es recordado por su perfecta caligrafía- se haga presente de nuevo.

El concepto tradicional de infancia que se tiene en occidente, nos habla de niños y niñas inocentes, ignorantes acerca del mundo, desconocedores de la maldad y de la mentira. Sanhueza se deshace de esos estereotipos para mostrarnos a un niño completamente consciente; tal vez no lo sabe todo -¿y quién lo sabe todo?-, pero tiene una opinión, tiene una voz clara que mantiene a lo largo del relato; ¿el objetivo?, mostrarnos sus últimos momentos en la edad del perro, porque está claramente abandonando la infancia. De esa manera, tiene una posición que lo diferencia de los adultos y que lo pone atento al mundo que lo rodea; tampoco duda en contar historias que pueden llegar a parecer crueles. Lo que no hace es juzgar, no enjuicia a su abuelo por dispararle en la cabeza al perro que ha fallado en su labor de ser guardián, eso es simplemente otro recuerdo más; y todos esos momentos, que fueron vivencias y van acumulándose como recuerdos, son los que nos van formando. “Las historias, como las desgracias, nunca llegan solas, sino que se llaman unas a otras, concatenándose indefinidamente” (53), dice el niño Leonardo; el libro completo nos muestra que eso es así. 

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Sanhueza, Leonardo. La edad del perro. Santiago: Penguin Random House, 2014.

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