Adelanto del libro “Cosas que nunca te dije” de María José Viera-Gallo

La escritora María José Viera-Gallo lanzó su nuevo libro, Cosas que nunca te dije (Tajamar Editores, 2014) un conjunto de relatos de los cuales nos adelanta parte del cuento “Just Maria”. 

Sobre “Just Maria”, María José nos comenta:

“Es un cuento sobre la pesadilla americana o la ilusión americana. Parte de lo que relato es autobiográfico, desde luego las réplicas de ciertas experiencias, los sentimientos, los personajes. Yo fui ‘inmigrante’ en Nueva York, viví 8 años allá, pero a diferencia de María Soledad o Just María, no fui a escalar posiciones ni a demostrarle a nadie que podía hacerla. Nunca me creí lo del american dream, pero me despertaba enorme curiosidad como ficción de otros. Al igual que María Soledad o Just Maria, sí estudié inglés en un instituto “fantasma” ubicado en un hotel; cuidé niños (una vez también perros), fui ayudante de chef, conocí reductos de chilenos y personajes entrañables como el de Elio.

El mundo infantil neoyorkino es mucho más fascinante que el adulto. Mientras los padres caminan por la ciudad como por pasillos interminables movidos pro misiones secretas (lamentablemente todas relacionadas con ansias de fama artística o monetaria), los niños están en un limbo, como ETs, alerta y enteros, casi más enteros que los humanos, descubren secretos en cada esquina, se detienen a mirar cosas, rarezas (nunca personas) de todas las especies, y empiezan a delirar mentalmente junto al paisaje. Gracias a ellos, Nueva York sigue siendo una fábula.

Just María es un cuento que deja –y busca-que lo siniestro perturbe la fábula. Se pregunta cuán lejos te puedes descalabrar por un error y por culpa de eso, regresar a tu país, a tu clase social (la clase media aspiracional) con una fantasía hecha pedazos. El título es una burla a la categoría de ser latina en Estados Unidos, resumida en el nombre genérico de María”.

 

 

JUST MARIA

 

Oficialmente, era sólo otra intelectual devaluada de la gran manzana. Más encima latina. Para colmo, ilegal. Mi última escalada «profesional» se había caído quince meses después de las Torres, cuando trabajaba de ayudante en un instituto llamado con gran desborde de creatividad The American Language Center Communication. 

Mi trabajo consistía en anotar listados de colores o nombres de frutas en inglés en el pizarrón, mientras mi superior, la profesora Valeska Dragowski, los repetía en voz alta escupiendo noodles por la boca. También tenía que atender dudas de manos levantadas (¿dónde consigo papel higiénico para el baño?, ¿hay café gratis?), repartir fotocopias apenas legibles y limpiar el escritorio donde Dragowski dejaba chorreados restos de su sopa de tallarines chinos al final de la clase. 

No podía quejarme. Mi título universitario de Traducción e Interpretación de la Universidad de Las Américas no me había llevado a Naciones Unidas, pero al menos no estaba cuidando niños. No todas las chilenas (ni las argentinas ni las bolivianas) podían jactarse de responder al llamado de teacher en lugar de waitress o nanny. Fuera de mis altos méritos académicos, según Dragowski contaba con otra cualidad escasa entre las chicas de Nueva York: sabía cómo cruzar las piernas. ¿Perdón?, le dije la 

primera vez que la sorprendí mirándome las pantorrillas. Eso; me sentaba como una señorita europea. No como las american girls, que abren sus tenazas de par en par, una observación increíble viniendo de una mujer de pelo tan largo como rara vez lavado, que no tenía ningún pudor en destapar sus potes de instant lunch chinos mientras vociferaba que el sol era yellow y las manzanas red. 

Quizás porque había crecido en la plana comuna de Ñuñoa, y vivía en la igualmente horizontal Greenpoint, cada mañana ansiaba adentrarme por la monumentalidad de la isla como esas hormigas que se inventan sus propias Olimpíadas trepando árboles. Todo en Midtown era grande y macizo, concebido para gigantes y no para seres de mi tamaño (un metro y cincuenta y cinco), cuya máxima aventura en la vida había sido subir el Cerro San Cristóbal. 

Cada vez que llegaba al Hotel Pennsylvania, donde se encontraba el instituto, tenía que empujar su sólida puerta con mi hombro para poder abrirme paso. El lobby, un ancho pasillo de mármol circunscrito por una serie de pilares revestidos en mosaicos de espejos, parecía un templo pagano o un pedazo de escenografía de alguna película de Bollywood, con una antigua tienda de souvenirs especializada en estatuillas de King Kong. 

A veces me quedaba mirando esos chimpancés sólo para esquivar el flujo de los otros chimpancés que hacían la larga fila del check in, esperando ocupar una de las más de mil habitaciones del Pennsylvania. 

Era incomprensible que un hotel compartiera el mismo espacio con un Instituto de Lenguas.

El zoológico de los turistas se interrumpía inexplicablemente en el piso veintinueve donde los números de las habitaciones llevaban a oficinas no siempre legales: un sucucho de la línea aérea Air India que revendía pasajes a Bombay como si se tratara de cupones de supermercado, una implantadora de botox orgánico, una joyería judía, una sucursal fantasma del banco Inmigrant Savings Bank, una hotline de chicas asiáticas. Al fondo, puerta número 2999, sigla alcc , estaba el instituto. 

El American Language Center debía ser el peor sitio para estudiar inglés en Manhattan, lo que no impedía que fuera uno de los más concurridos. A cambio de quinientos dólares trimestrales y apenas ocho horas obligatorias de clases por semana, los estudiantes obtenían algo mucho más valioso que la lengua de Shakespeare para sobrevivir en la ciudad: una visa de estudiante F 1. No era sorpresa —aunque reconozco que al comienzo sí me desanimó— que la mayoría de mis alumnos fueran mexicanos, rumanos, eslovacos, birmanos, bengalíes, refugiados de Timor Oriental y otros lugares impronunciables terminados en kasistán. 

Mi encuesta personal había arrojado que casi el noventa por ciento trabajaba al negro en horarios infernales, la mitad de ellos limpiando pisos en delis, un tercio haciendo de mozos en restaurantes 

24/7 y mucamas de hoteles, y el otro, como handymen de mudanzas y camiones de descarga. A las nueve de la mañana llegaban a la clase a repetir watermelon para luego cabecear escandalosamente sobre el banco.

 

El cansancio era tal que la mayoría era incapaz de pronunciar mi nombre completo. Díganle just Maria y déjense de joder, alegaba la polaca. 

Cada vez que le hacía ver esta lamentable situación a la profesora Dragowski (la de la explotación laboral que sufría el alumnado), la polaca desplegaba su sonrisa de noodles e intentaba reanimarlos, escribiendo una frase en el pizarrón que yo al final de la clase borraba con algo de amargura: One day you will be American. 

¿Para qué engañar a la humanidad con un pedazo de tiza? Lo que venía después era un largo, sobrecargado y cursi discurso patriótico-sentimental. Afuera el mundo era un burdel de hambruna y terrorismo islámico. Los Estados Unidos era, por lejos, el mejor lugar de la Tierra para cambiar el propio destino. La tierra de la freedom. No debían echarse a morir (ni menos a dormir). Algún día sus esfuerzos serían recompensados. Era cosa de mirarla a ella, pobre europea de la clase trabajadora de Varsovia perseguida por los lobos del régimen comunista, ahora profesional y dueña de una vivienda propia en Queens. ¿Y qué había de María Soledad, joven estudiante chilena de clase media que, sin la ayuda de sus padres ni de su país, había encontrado un final feliz en su carrera como docente? 

¿Era mi ayudantía de una maestra devoradora de sopas chinas un final feliz? Ni siquiera era un final. Si seguía en el instituto era por pura conveniencia; sólo me faltaba juntar treinta y siete horas de clases para dejar de ser un Illegal Alien, una tipificación del Departamento de Inmigraciones a los extranjeros indocumentados que viven en usa , a la que nunca me acostumbré.

Mientras tanto tenía que hacer una sola cosa: cruzar las piernas y sonreír. 

Llegó la Navidad y sus trineos voladores. Cené con otros Illegal aliens chilenos en un restaurant de Queens, donde la nostalgia por Chile significaba mirar tvn satelital bebiendo piscola. No recibí ningún regalo. Al primer cántico de la Universidad de Chile, me fui. 

A diferencia de ellos, yo no fantaseaba con volver a la patria. 

Mi último trabajo en Santiago había sido de vendedora bilingüe en Zara. Mis amigas estaban todas casadas. Mis padres —que era lo mismo que decir mi ex roomates— seguían hablando de las mismas cosas de hacía veinte años: Don Francisco, los veraneos en el Tabo, la revista Muy interesante. 

Ahora vivía sola en un departamento de cuarenta y cinco metros cuadrados con vista parcial y zoom out a Naciones Unidas. Me acostaba con un belga becado en la New York University que al día siguiente en lugar de desaparecer en alguna biblioteca o conferencia, me invitaba a comer brunch de huevos benedictinos. Gracias a mi sueldo del instituto estaba terminando de pagar mi deuda universitaria y enorgulleciendo a mi esforzada familia, que se vanagloriaba de que su hija fuera una exitosa profesional en el extranjero. La primera del árbol genealógico. Pero lo más importante: había empezado a pagar impuestos para obtener mis papeles de residencia. 

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