Columna de Juan Manuel Astorga: "La tierra en que vivimos"

Cuando el 11 de septiembre del 2001, el líder del grupo Al Qaeda, Osama Bin Laden, derribó las Torres Gemelas de Nueva York y atacó el Pentágono en Washington, ese mismo día habían cambado los paradigmas de las guerras. Él no era el presidente de algún país, sino el líder de un movimiento extremista, lo que hacía más difícil combatirlo. Pero fundamentalmente porque atacó los símbolos estadounidenses con armas poco convencionales pero muy efectivas: utilizó aviones de bandera norteamericana para ser lanzados contra el centro financiero y el centro militar de ese país.

Aunque Bin Laden fue enemigo de EEUU, en algún momento fue aliado. Estados Unidos financió su movimiento para que éste evitara que Afganistán fuera dominado por los comunistas. Lo armó, enriqueció y preparó para librar una guerra interna. Esa capacitación terminó, años después, volviéndose en contra de Estados Unidos y buena parte del mundo occidental.

Lo mismo ocurrió con el entonces presidente de Irak, Saddam Hussein. El gobernante mantuvo durante 10 años (1978-1988), una guerra con Irán. Los iraníes eran enemigos ideológicos de EEUU (lo siguen siendo) y los norteamericanos no veían con buenos ojos la presencia del comunismo iraní. Le brindó ayuda a Hussein para que luchara en esa guerra. Lo mismo que ocurrió con Osama, pasó con Saddam.

Se armó hasta los dientes con los recursos de Estados Unidos y luego se volvió su enemigo. Ambos personajes hoy están muertos y, aún así, Washington parece no haber aprendido la lección.

Con el pretexto de que pretendía erradicar el terrorismo en esa parte del mundo, el entonces presidente norteamericano George W. Bush, lanzó hace una década una doble guerra simultánea: una en Afganistán para desarticular a Al Qaeda, que se suponía tenían como base ese país, y a Hussein en Irak. Ambos cálculos le fallaron completamente. En el caso iraquí, a pesar de haber capturado y dado muerte al gobernante de Bagdad, la guerra que por años se libró en esa nación dejó como resultado, además de un elevadísimo número de muertos, una nación cercenada. El actual presidente de EEUU, Barack Obama, dio la orden de abandonar el lugar porque la guerra “había terminado” y el enemigo principal ya había sido muerto. Y salió de Irak asegurando que ya era un estado autónomo y estable. Es evidente que eso no es verdad. Para colmo, las armas que dejó ahí son las mismas que ahora utilizan los extremistas.
 

Irak está en crisis porque el actual primer ministro, Nuri Al Maliki, ha tenido un comportamiento sectario. Perteneciente a la mayoría chiita, se ha dedicado a perseguir a los sunitas. Ambos grupos surgieron tras la muerte del profeta Mahoma en el año 632, producto de un desacuerdo sobre quién debía sucederlo como líder del Islam: los chiitas dicen que Alí, primo y yerno de Mahoma. Los sunitas, que debían ser los compañeros más piadosos de Mahoma y que sus líderes, además, pueden elegirse por consenso.

En el caso de Al Qaeda, si bien perdieron a su líder, con la desaparición de Bin Laden lo único que se provocó fue una ramificación aún mayor de ese grupo extremista, que ya venía mostrando diferencias entre sus distintas facciones. Una de ellas, la más radical y cercana al mundo sunita es la que todo el mundo está conociendo hoy por su despiadado accionar: el autodenominado Estado Islámico, también conocido como los yihadistas o ISIS (Ver ojo de la tormenta).

El grupo ha ido cobrando cada vez más fuerza y protagonismo porque, a río revuelto, ganancia de terroristas. Los yihadistas se han aprovechado de la guerra sectaria entre la mayoría chiita y la minoría sunita, cuyo descontento ha facilitado el reclutamiento de militantes.

Con un grupo cada vez mayor de integrantes, ISIS ha ampliado también sus ambiciones. Ya no sólo quiere tomar el control de Irak, sino que de la vecina Siria, nación que hace tres años está viviendo su propia guerra civil derivada de las protestas que surgieron hace unos años tras la llamada “primavera árabe”, donde ciudadanos de distintas naciones se rebelaron contra sus gobiernos.

Es sabido que ISIS tiene crecientes ambiciones en Siria e incluso Líbano y que su objetivo es establecer un estado islámico único, también conocido como califato.

Para demostrar su poderío y advertirle al mundo occidental que está dispuesto a hacerle frente si intenta impedirlo, es que los yihadistas de ISIS han exacerbado su crueldad, secuestrado y decapitando a extranjeros en la zona.

Estados Unidos, que tiene un grado de responsabilidad importante en la actual crisis de Irak y que se había negado a intervenir militarmente en la guerra civil de Siria, ahora decidió tomar cartas en el asunto.

Y lo hace con una fórmula alambicada y de resultado incierto, mediante incursiones militares aéreas, pero sin enviar tropas. Participa de la guerra, pero sin decir que está librando una, para que el congreso norteamericano y su propio país lo juzguen como otro presidente más que decidió meter a Estados Unidos en un nuevo entuerto militar. Para no actuar solo, Obama pidió colaboración de los países que también han sido víctimas de los secuestros y de las naciones árabes de esa parte del mundo que también arriesgan ser víctimas de ISIS.

Hasta ahora han expresado su voluntad de apoyarlo Egipto, Irak, Jordania, Líbano, Bahréin, Kuwait, Omán, Catar, Arabia Saudita, y los Emiratos Árabes.

Los yihadistas justifican su actuar en un mandato religioso del Islam. Por eso se hacen llamar “Estado Islámico”. Pero lo cierto es que el mundo musulmán rechaza que esta sea una guerra religiosa, aún cuando se arriesga convertirla en eso. Ese peligro ya se vivió el 2001, post Torres Gemelas, cuando el entonces presidente Bush utilizó la palabra “Cruzada” para describir la guerra antiterrorista, recordando las cruzadas de los cristianos contra de los musulmanes para recuperar la tierra santa entre los siglos XI y XIII. Incluso bautizó inicialmente el operativo militar con el nombre de “Justicia infinita”, lo que tampoco ayudo mucho.  Peor aún, para los musulmanes fue una ofensa cuando Bush dijo en su primer discurso la noche de ese 11 de septiembre que “esta es una guerra entre el bien y el mal” o cuando afirmó que  “Dios no es neutral”.
 

Barack Obama se ha cuidado hasta el extremo de no cometer el mismo error. Desatar una guerra entre religiones o dar crédito a que este conflicto tiene su raigambre en un “mandato divino” -como lo asegura ISIS-, sería apagar el fuego con bencina. Y en una zona del mundo donde el petróleo y sus derivados abundan, así como también los fanáticos religiosos dispuestos a decapitar en nombre de su Dios, esa sería una pésima idea. Por lo mismo y hasta ahora, lo único que le queda a Obama es mirar desde lejos y bombardear desde el aire. Y ojalá, claro, que aprenda también la lección para no terminar dándole armas al enemigo.

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