Columna de Raúl Sohr: EEUU y el espionaje fallido

Al margen: El nacionalismo en la mira occidental Los líderes nacionalistas interfieren con las empresas petroleras y otros intereses occidentales. En consecuencia se hacen acreedores a golpes de estado o campañas que pueden culminar en guerras para deponerlos. Ha aquí tres casos de “cambio de régimen” que abrieron el camino a fuerzas islamistas chiítas o sunitas: Mohammad Mossadegh en Irán nacionalizó el petróleo en 1951 y en 1953 fue depuesto por el ejército y los Guerreros del Islam, que eran bandas de fundamentalistas. Andrew Killgore, un funcionario del Departamento de Estado anunció que era “el mayor triunfo de la CIA”. Asumió el Sha Mohammad Reza Pahlavi, con el respaldo del clero que lo depuso en 1979 y estableció la teocracia que gobierna desde entonces. Saddam Hussein invadió Kuwait en 1989.  En 2001 fue acusado de disponer de armas de destrucción masiva. Fue depuesto en 2003 por tropas estadounidenses. El país ha estado en una continua lucha entre chiítas y sunitas.   Muammar Gaddafi respaldó a diversos movimientos antioccidentales. Depuesto por una rebelión respaldada por bombardeos de Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia en 2011.  En la actualidad los islamistas controlan buena parte del país.

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ue los servicios de inteligencia chilenos ignoraran que grupúsculos anónimos preparaban atentados es lamentable. Pero es inadmisible que el presidente Barack Obama declare que “nuestro jefe de inteligencia, Jim Clapper, ha reconocido que, subestimaron, creo, lo que había estado pasando en Siria…

En el último par de años, durante el caos de la guerra civil de Siria, donde ha habido enormes franjas del país completamente sin gobierno, fueron capaces de reconstituirse (los yihadistas del ISIS) y aprovechar ese caos”. Esta declaración de Obama es interpretada por algunos analistas como un intento de escabullir a las críticas por la pasividad ante el avance de islamistas sunitas que ocupan parte de Siria e Irak. Al endosarle la responsabilidad a la Comunidad de Inteligencia (CI) se parapeta tras una pesada maquinaria con la cual ningún político quiere romper lanzas.

Es, sin embargo, la responsabilidad del gobierno justificar el trabajo de 17 agencias de inteligencia que, en su conjunto, tienen un presupuesto de 68 mil millones de dólares. Cuentan con satélites para su empleo exclusivo, son capaces de interferir prácticamente todas las comunicaciones en el planeta sin importar por qué vía sean despachadas. Nunca la CI estadounidense ha tenido más acceso a tantas y tan variadas fuentes de información, incluidas las conversaciones de mandatarios de naciones amigas.

Es por ello que resulta incomprensible semejante yerro. La ofensiva del ISIS, que es una escisión de Al Qaeda la organización mas vigilada cabe suponer, ha llegado a las puertas de Bagdad. En Irak donde Estados Unidos libra una guerra, desde que lo invadió en el 2003, y donde mantiene 1.600 asesores militares era de suponer que estar al tanto de lo que allí ocurre figura entre las primeras prioridades de la CI.

La fascinación con la tecnología en inteligencia, como en otros ámbitos, puede conducir a grandes errores. Lo primero que requiere un servicio de espionaje es saber qué es lo que busca. Y ello nace de una definición política. Lo que no se busca, es difícil que se encuentre. Estados Unidos y Occidente padecen de un sesgo endémico en el Medio Oriente.

El primer enemigo han sido siempre los líderes que han nacionalizado el petróleo y otras riquezas (ver recuadro). Frente a los nacionalistas seculares Washington y Londres, entre otros, han preferido las alianzas con los sectores islamistas conservadores. Esto es lo que ocurre en Siria donde se combate a Bashar al-Asad respaldando a los sunitas “moderados”.

No eran necesarios 68 mil millones de dólares para saber que casi desde el comienzo de la guerra civil los yihadistas controlaban los campos de batalla y combatían a los que no comparten su visión. Como ocurre en Irán, Arabia Saudita, Afganistán, Pakistán y otros países el error recurrente de Occidente es subestimar la fuerza del fanatismo religioso como expresión de resistencia conservadora.

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