Columna vertebral de Felipe Avello: El Tata Bernardo

Ayer 6 de noviembre se cumplieron 10 años de la muerte de mi abuelo Bernardo Suazo

El Tata Bernardo, como le decíamos todos, era un hombre simple, de muy poca educación, trabajaba en ferrocarriles haciendo labores de aseo. Sin embargo todo lo que no tenía en instrucción, lo tenía en generosidad, era un hombre de un gran corazón y valor. Además era muy creyente.

Conmigo fue siempre muy cálido pero a la vez severo; creo que gracias a él, soy lo que soy, él me enseñó valores, disciplina, y sobre todo a nunca renunciar a mis sueños. 

Lo echo mucho de menos. 

Recuerdo la última vez que lo vi. Se estaba quedando a dormir en mi casa, estaba muy deteriorado físicamente. Tenía cáncer al pulmón, a la piel y a los huesos, además sufría de diabetes, artritis, colon irritable, cirrosis hepática y úlcera, y recientemente los médicos le habían detectado un tumor en el cerebro. No estaba sano.

Todas las noches antes de irme a dormir lo pasaba a saludar al lavadero, lugar donde mis padres le habían instalado un colchón para que pasara sus últimos días.

Generalmente lo sorprendía mirando el techo, con la mirada triste, bien peinado, (aun conservaba algo de pelo), vestido un pijama color mantequilla, siempre oliendo a orina seca. 

Sobre su espalda, para cubrirse del frío (pese a que las noches estaban cada vez más calurosas) se ponía un chaleco de lana que le había tejido mi abuela. Mi abuela había fallecido hacía ya 15 años; se notaba que tras su muerte, el chaleco nadie lo había vuelto a lavar, por lo que el jersey como lo llamaba él, era una mezcla de lana y sebo. 

Esa noche de viernes entré al lavadero y allí estaba mi abuelo, pero para mi sorpresa no estaba recostado en el colchón: el Tata Bernardo se encontraba de pie, completamente desnudo, sosteniendo con fuerza a una voluptuosa mujer de raza negra. Por el movimiento que realizaba, inferí que le estaba haciendo el amor. 

Su movimiento pélvico era pendular y acompasado, la muchacha, en tanto, de unos 25 años, con la cabeza hacia atrás y la mirada perdida, parecía entregada a un intenso placer.

Tras mirar con espanto la escena, cerré la puerta del lavadero y me fui a mi pieza. Traté de dormir pero no pude, cada tanto, me volvía a la mente la escena de mi abuelo sometiendo a esa exótica muchacha de cabellos crespos. ¿Habré visto lo que creo haber visto?, me preguntaba inquieto.

A la mañana siguiente, a las ocho en punto, me levanté. No había dormido nada. Con miedo me asomé al lavadero, la puerta está abierta. 

El Tata Bernardo recostado sobre el colchón fumaba un cigarrillo. Levantó la cabeza con dificultad, me miró a los ojos y me dijo: “Felipe, ayer viniste a saludarme, pero yo no te pude atender porque estaba ocupado con la vecina Damarys. Ella es haitiana y tiene tres hijos, no tiene trabajo y es viuda, su marido falleció de sífilis allá en la isla. Ella es masajista profesional y desde hace una semana me viene a hacer ejercicios cardiovasculares para aliviar mis dolores. Como no tengo dinero, le pago con las joyas de tu abuela que aún conservo. No son de mucho valor, pero ella las empeña, y con el poco dinero que le dan, puede comprar comida para sus tres hijitos”.

Respiré aliviado, mi mente me había jugado una mala pasada; mi abuelo estaba en un tratamiento, y yo pensando mal de él. Su generosidad no tenía limites, le había donado a esa pobre mujer los últimos recuerdos de mi abuela, su amada esposa.

Tres días después mi abuelo falleció, Al final no murió de cáncer, ni de cirrosis, ni de úlcera. El diagnostico decía sífilis. Mi abuelo había dado su vida por esa muchacha. 

En días en que nadie escucha a nadie, en días egoístas y mezquinos, cómo extraño tus lecciones de vida Tata Bernardo; a 10 años de tu muerte.

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