Columna de Nicolás Copano: Las cosas que nadie enseña

Nadie enseña a soportar la visión de los demás. No hay curso para aprender que las cuentas de la luz, el gas y el agua nunca acaban. Nadie hace seminario alguno para terminar con los atrasos. Nunca nadie hace clases sobre el amor. Sobre el amor y el miedo. Sobre la rabia y el error. De eso no hay profesores. No hay programas de televisión. No hay paneles en las radios.

En medio de ese simulacro que es “la actualidad”, una invención del hombre donde se supone que suceden cosas todo el tiempo, nadie se detiene a pensar en la empatía, por ejemplo. En qué siente el que tiene la mochila de los prejuicios encima. En el dolor de las decisiones complicadas. En la torpeza de los instintos.

Nadie hace curso de cómo vivir. Estamos llenos de químicos que producimos nosotros y a veces nos ponemos en el cuerpo para tratar de hacer el paso.

Nadie nos enseña a poner el foco a que nos importen los que realmente deben importar. No nos hacen la capacitación para soportar a los infelices, a los fantasmas. No nos sientan en una sala para explicarnos que muchas veces hay gente que no entiende nuestras cruzadas o nuestros sueños y tenemos que vivir con eso a cuestas.

No. Eso no se enseña. Eso se vive.

Y a veces, entre tanta decisión que tenemos que tomar. Entre tanta angustia, entre el tiempo a favor y en contra pasa algo extraño que es encontrarnos con nosotros mismos. Explorar el laberinto, analizarlo, ver en qué servimos y en qué no. Qué cosas nos cuestan. Y ahí estamos de nuevo siendo niños. Pero todo es nuestra mente y cómo esa mente se vincula con el cuerpo.

Admitamos que es sumamente complicado de manejar, porque en la incertidumbre está la peor de las sensaciones: el miedo.

El miedo es incontrolable como un veneno. Y hay muchos dispuestos a que lo sientas. Y hay gente que quiere usarlo para destruir lo que más amamos.

Muchas veces en ese miedo hay estrategia, como la desconfianza. Y eso quiebra desde la sociedad hasta las relaciones entre las personas. Depende de nosotros buscar algo aun mayor que esos pasos simples. Algo más complejo y enorme. Un final. O una ruta final más bonita. Porque finalmente la vida tiene un final.

A veces nos sentimos inmortales, o creemos que todo depende de nosotros y no es así: existe tanto factor que uno no controla. Pero por eso: construir nuestra fortaleza desde la geometría de lo enorme, de lo bien hecho, de los momentos buenos es, parece, el camino entre tanta injusticia, maldad, desamparo, de un mundo abandonado únicamente por el hecho de buscar el interés propio y no el sueño colectivo de lo más grande.

Y es que desde pequeños en la escuela muchas veces nos buscan fomentar ganarle a ese otro en vez de hacer equipo.

Nos transportan a las cosas difíciles. A la frialdad del resultado en vez del camino. ¿Qué somos nosotros sin experimentar, sin fallar, sin disfrutar las cosas? realmente no somos nada.
Por eso, no hay que llenarse de piedras en la mochila. Hay que descargarla y ver lo bueno. Hay que conversar más, hay que ponerse seguido en el lugar del otro.

Y ante todo hay que desprenderse del ego: ese enemigo interno que impulsa cosas infértiles.
Hay que intentar tender el puente y comprender también al que no puede salir de eso. Y dentro de eso construir una vida más linda, más sana, más pura.
Una vida donde podamos decirnos las cosas en la cara también. Sin aniquilarnos.
Es complicado, como todo, pero se puede.

Yo estoy seguro de que se puede y lo podemos encontrar.
Aunque no haya ningún profesor en la sala para responder la pregunta, para mí vivir es como surfear: y aunque nunca lo haya hecho creo que finalmente estamos siempre frente a la ola más grande y podemos reinventar el movimiento para que no nos caiga encima.
Y es que creemos que esas cosas gigantes son peligrosas, cuando a veces nos podemos ahogar también en vasos de agua.

Lo importante es poner las cosas en dimensión, en orden.
Encontrar lo que te gusta.
Y seguir adelante.

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