Columna de Rodrigo Severín: Una visita particular

Tuve la oportunidad de conocer a Spencer-Brown; le hice una visita el año 1999, durante mis vacaciones de invierno. Vivía en un caserío de Horningsham, cerca de Salisbury, un pueblito como de cuento de hadas al suroeste de Londres, dos horas en tren. Una larga caminata, una numeración esquiva y una buena media hora intentando hacer hablar a esa casa fantasma. El día estaba absolutamente brumoso y la humedad ambiental no hacía más que magnificar la idealización del hermoso paisaje de campiña inglesa que me embargaba.

Sale un viejo barbón a pata pelada y vestiduras rancias, como de vagabundo, la chasca cana, tipo Jimmy Hendrix. “¿Profesor?”, espeté. Pero hecho un energúmeno me habría dado una pateadura, furioso porque llegué en la tarde en vez de la mañana. Le pedí mil disculpas para aplacar su ira. Además de haber perdido el tren tuve una confusión entre pueblos homónimos y distritos. Le expliqué que había sido un malentendido. Al verme realmente afligido, aceptó mis disculpas, valoró mi buena índole y muy amablemente me invitó a pasar, cambiando su humor con un golpe resuelto de capricho.

Todas las ventanas estaban tapiadas. El vestíbulo, en permanente penumbra, estaba atestado de cajas polvorientas llenas de libros. No había muebles. Al fondo, una escalera y a la izquierda, la puerta de una habitación a la que me hizo pasar, ¡cerrándola con pestillo por dentro! El panorama ya era bastante siniestro, con una bombilla colgando del alambre, una mesa de bridge destartalada y dos cajas improvisadas para sentarnos a conversar.

Sacó un par de puros y me preguntó por la razón de la visita. Le conté que estaba muy entusiasmado con la idea de traducir al español sus “Laws of Form”. Me preguntó un par de cosas sobre Chile, encendió su puro y se largó a chacharear distendidamente.

Se nos fueron las horas conversando, y algún día, los temas que allí conversamos espero transcribirlos, porque por sí mismos revisten un interés colosal. Hablamos de sus vacas parlantes, de su amistad y borracheras con Russell, del círculo de Viena, de los planteamientos éticos de Wittgenstein, y prácticamente revisamos la historia completa de los grandes genios matemáticos de la humanidad, desde Pitágoras hasta Gödel, quien, dicho sea de paso, no comprendía, según Spencer-Brown, ni él mismo su propio teorema (el de completitud y consistencia), que echaba por tierra todo el proyecto de la lógica contemporánea.

Era tal el alarde de autoridad, que me tenía completamente abrumado, y por cierto, por debajo de las circunstancias. Este desfile de genios y la desfachatez de Spencer-Brown para hablar de ellos más mi incomprensión circunstancial de la lengua inglesa, aguijonearon mi liviandad, con tal que empecé a preguntarle por un ranking tentativo de eminencias, no sin un dejo de malicia y picardía. Pitágoras aparte, me aseguró que el gran genio había sido Euclides, seguido probablemente de Euler. Ya con Gauss tenía sus propias dudas de si lo superaba él mismo. Y Bertrand Russell le habría concedido sin ambages su superioridad matemática.

El supuesto fracaso de Gödel permanece en mi fuero interno como el souvenir de un inefable misterio, que no sé si algún día tendrá su revelación.

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