Columna de Rodrigo Severín: Síndrome de Cotard

Como no hallaba cuál era el mal que aquejaba a mi espíritu, decidí acudir a internet. Ya lo venía notando hacía harto tiempo. Y aunque me era indiferente el tomar conciencia, sí me resultaba perturbadoramente macabra la idea de estar “desclasificado”, pero no por perder un concurso, sino en el sentido de no estar adscrito a ninguna descripción fenoménológica que dejara en “su” clase al cuadro síquico que me aquejaba.
Me ocurría  con apariencia de rareza, pero pienso  que es perfectamente normal, que a cada quien puede ocurrirle de manera simétrica respecto de mí o de cualesquiera otro ente. ¿Por qué no?
Al igual que Ud., iba en un vagón del Metro; iba meditando en las fracciones de segundos de aquel encuentro de la noche anterior con un  viejo compañero de curso que no veía hace muchos años. En efecto, a pesar de lo patéticos que pueden llegar a ser los patrones de comunicación entre seres humanos, fue ese rictus que me dejó en la despedida la perturbación que se instaló en mi memoria. En ese instante lo percibí bajo la absoluta certeza de que estaba hablando con un muerto vivo, que su empatía infinitesimal, la de aquellos fragmentos que se me revelaban, no eran más que impostación, tan sólo vacuidad de sentido. Llegué a casa con cierta afectación. Quizás el muerto era  yo. ¿Por qué no?
Esta era mi conclusión: tiene que haber,  por fuerza, una relación de simetría en la percepción mortuoria entre conciencias aisladas, porque aún cuando fuese yo mismo la cosa no viva, la única experiencia básica que registro del mundo exterior, a pesar, es la testimonial de las cosas animadas e inanimadas. Por ejemplo, yo, “el muerto”, recibo en cierto tiempo del futuro el rumor o la referencia del aludido encuentro con aquél compañero. Constato, entonces, que con independencia de lo que la conciencia interpreta de la experiencia, el encuentro se consuma en una suerte simetría ciega de voluntades, que luego albergarán en su memoria ideas de lo que pasó o pudo haber pasado.
Lo que súbitamente me consterna de todo este intríngulis es la eventualidad de que el estar muerto pueda ser más que una apariencia desde sí, hacia sí, de sí y o para sí. Entonces ese rictus me revela la frivolidad de un recuerdo. Y la conciencia de muerte se apodera de mí, en el vagón, exacerbada, al recibir imágenes de seres humanos, grupos humanos, enchufados a sus audífonos, cabeceándose de sueño, o con caras de espera instaladas durante el tedio del tramo. Vuelvo concebir la simetría inquietante de saberme absolutamente insignificante para otra persona cosa. Y ella ¿será para mí acaso más que el halo evanescente de una buena intención para con un otro muerto vivo? o ¿muerto muerto?
Como no sé,  ni mucho me interesa instruirme en teoría de zombies, y de que todo ello vaya, o más bien provenga de ese imaginario, debo admitirlo, me acojo a la razón de la ciencia. Parece que me da algo. Padezco hipocondría, pero no creo que sea el caso. Me voy a la Wikipedia.

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