Columna de Nicolás Copano: Nuestra violencia

Chile es violento. Es un país donde con crudeza las descalificaciones abundan. Donde al otro se le envía a la genitalidad de su mamá. Donde a la gente le obligan a tomar un transporte público en grupo incómodo después de un día de trabajo, donde nadie es muy feliz, extendiendo las ramas del odio a un punto de no retorno. En Chile el Isis está en la esquina: el chileno ignorante, sedicioso, infantil y zopenco quiere matarnos a todos. Y a la primera que se da está acuchillando a otro en la esquina del estadio.

Es un estado neardenthal. Y nadie quiere asumirlo. Porque por un lado el progresismo es incapaz de armar manual para integrar más gente a su causa, porque al final le cae mal la gente. Se cae mal a sí mismo. No hay nada mejor para un progresista que no encontrar a nadie que tenga su acento hasta la losa del aeropuerto. Y por otro lado, qué decir de la ultraderecha, que es como sketch de Micky Vainilla y desearía que estos “errores de Dios” de una vez por todos se acabaran.

Pero nadie plantea una solución a la violencia, porque la única solución sería partir de cero, rebautizar al país y volver todo a una especie de tabla rasa. Culpa claro de una historia de violencia sostenida por los siglos de los siglos, donde hasta hace poco la clase media era clase baja y pobre. Y no tenía conciencia de eso.

Entonces ahora que nos estamos dando cuenta sacrifiquemos un poquito y no acusemos de “flaites” a los que parecen que no son “flaites”, que se parecen menos a nosotros por autodefinición. Chile está muy nazi y ese no es el camino.

Hay una evidente destrucción del tejido social y nadie quiere hacerse cargo realmente. Porque pensemos bien: ¿qué hace el Techo para Chile? Ordena a los pobres. ¿Quiere terminar con los pobres? No sé. Yo veo que los ordena. A pesar de sus excelentes intenciones, lo que sería bueno es que por cada chico del San Ignacio que puede pagar entre otro que no pueda. ¡Pero no lo hacen! Entonces, ¿cuál es la idea?

Obviamente esta pregunta no la hace nadie. No la hace porque incomoda mucho. El problema de la desigualdad tiene que partir por casa. Comiéndosela muchas veces. Porque es verdad que hay una falta de oportunidades, pero también nosotros no se las damos a quienes tienen menos herramientas. Porque realmente si ese barrista se propusiese cambiar, ¿lo recibimos?

No. No lo recibimos. Y si lo recibimos después nos terminamos cuestionando por qué lo hicimos y sintiendo miedo. Y enojándonos. Y pucha, pero me dijeron. Y el clasismo así lo vamos sosteniendo porque al fin y al cabo ciertas universidades y colegios le darían a un grupo de personas ciertas garantías de comportamiento (porque la educación no es el conocimiento en Chile, es el comportamiento) para que no termine todo mal.

Y ese es el problema: está todo tan mal que ya nada está tan mal. Dimos vuelta el videojuego de la confianza. Perdimos por goleada y ya no tenemos nada.

¿Qué podemos hacer?

Bueno, podemos partir cuestionándonos.

Podemos partir haciéndonos preguntas.

Podemos comenzar a dejar de justificar tarados. Y dejar de “sentir pasión” por cosas que no valen tanto la pena.

Por “la camiseta” y todo el negocio.

Porque véanlo como es (y no es malo), es sólo un divertido negocio dominical donde hay gente que pone mucho esfuerzo por hacerlo bueno.

Eso es el fútbol. Son artistas.

Son artistas armando una “ficción honesta” sobre talento físico.

Se parece a las teleseries o a los reality shows, pero lo descalificamos más que eso.
Y nos volvemos locos dedicando horas de análisis. Y molestándonos si no están las cosas.

Y es triste también que se molesten, porque hay muchas cosas por las cuales molestarse.

Entre ellas saber que ese barrista primitivo tiene un hijo o un hermanito o hermanita o hija que va a crecer bajo la radiación del abandono.

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