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El ex presidente francés y líder de la oposición, Nicolas Sarkozy, fue imputado ayer por financiación ilegal de su campaña electoral de 2012, al haber superado, en calidad de candidato, el gasto máximo fijado por la ley.
Al término de un interrogatorio que se prolongó durante casi doce horas, el político conservador fue declarado además «testigo asistido», a medio camino entre la imputación y el simple testigo, por los cargos de fraude, falsificación y abuso de confianza.
Esa segunda figura jurídica implica que, aunque no se hayan encontrado pruebas suficientes contra él, puede ser llamado a declarar de cara a una eventual imputación.
Su abogado, Thierry Herzog, aseguró hoy a la salida y ante la prensa que aunque tiene previsto presentar los recursos pertinentes, está satisfecho de que no se le haya imputado por esos últimos cargos y no se haya manchado su nombre con esas prácticas.
Pero en un momento en que aspira a ganar las primarias de su partido para volver al poder en 2017, esta nueva imputación, que se suma a la recibida en julio de 2014 por «corrupción activa», tráfico de influencias y encubrimiento de la violación del secreto profesional, empaña pese a todo sus pretensiones al Elíseo.
El expresidente francés compareció esta vez por el «caso Bygmalion», un escándalo que debe su nombre a una empresa que emitió falsas facturas por unos 18,5 millones de euros para que la Unión por un Movimiento Popular (UMP) asumiera gastos que correspondían a la campaña.
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Los jueces tratan de aclarar el papel que pudo tener en la elaboración de esas facturas.
Los magistrados sospechan que los responsables de la campaña crearon ese sistema fraudulento para cargar a la UMP parte de los gastos electorales con el objetivo de no superar los 22,5 millones permitidos por la ley.
Sarkozy ha reiterado en diversas ocasiones que no había oído el nombre de Bygmalion hasta tiempo después de esa campaña en la que salió derrotado frente al socialista y actual presidente, François Hollande.
En su defensa, alega también que en ese periodo él no se ocupaba de los detalles porque debía dedicarse a gobernar en tanto que presidente.
El escándalo se presentó al principio como un presunto desvío de fondos que afectaba a la dirección del partido, que se había hecho cargo de las sanciones de más de medio millón de euros impuestas por el Consejo Constitucional por sobrepasar ese tope legal.
Pero el caso dio un giro cuando, en mayo de 2014, el abogado del gabinete de comunicación, Patrick Maisonneuve, afirmó que la empresa había emitido las facturas para los mítines de Sarkozy.
«Cuesta creerlo, y sin embargo, lo juro, es la estricta verdad: No sabía nada de esa compañía hasta que el escándalo estalló», insiste el expresidente en su último libro, «La France pour la vie», lanzado el pasado enero.
Contra esa afirmación se ha pronunciado uno de sus responsables de campaña, Jérôme Lavrilleux, quien el pasado octubre afirmó que tanto Sarkozy como «toda la cadena de mando» conocían las irregularidades.
Junto a Lavrilleux hay otros doce imputados en esta causa, entre ellos los dirigentes de Bygmalion, pero también varios del partido del antiguo jefe del Estado, como el ex director general Éric Cesari y otro responsable de campaña, Guillaume Lambert.
El pasado 8 de febrero, el entonces jefe de la formación de derechas, Jean-François Copé, que dimitió por la polémica, compareció también ante los jueces de instrucción y fue declarado igualmente «testigo asistido».
Los medios se preguntan ahora cómo puede compaginar Sarkozy su estrategia política con dos imputaciones, pese a la presunción de inocencia, y en un momento en que su autoridad se ve contestada dentro del partido y los sondeos apuntan como favorito del centroderecha a su principal rival para las primarias, Alain Juppé.
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