No se puede hacer una tortilla si no se quiebran huevos. Este es un dicho popular. Es un refrán. Es una alegoría para referirse a que hay que arriesgarse para provocar cambios. A que las decisiones tienen costos. A que los cambios generan incertidumbre y hasta desconfianza. A que cuando se generan cambios reales y profundos, no todos los sectores quedarán satisfechos.
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La reforma laboral. Que en realidad es una reforma a la negociación colectiva, es vital en un país como Chile. La ilusión de emparejar la cancha, entre empleados y empleadores es un pilar fundamental si hablamos de avanzar en equidad.
Lo he dicho en esta misma columna hasta el cansancio. No es sano vivir en un país donde el 70% de la población gana hasta 426 mil pesos. Donde el 70% de las mujeres gana menos de 350 mil pesos. Donde las pensiones -de personas que trabajaron toda la vida- llega en un 95% a menos de 150 mil pesos. Donde el salario mínimo llega apenas a 250 mil pesos bruto, por debajo de la línea de la pobreza. Donde el 0,01% de los más ricos concentra ingresos por persona mil 122 veces más que el 99,9% restante.
No es sano porque estas injusticias generan rabia. No es sano porque el sentido de las cosas se va perdiendo si las personas entienden que su vida está predeterminada por el lugar donde se nace y se crece. No es sano porque demuestra que sólo la responsabilidad y el trabajo no provocarán la diferencia. No es sano, porque con un reparto tan disparejo, las sociedades no crecen, no se desarrollan, no dan el «salto» a la modernidad, no se sanan.
Una reforma al sistema de negociación colectiva debe buscar equilibrar una cancha ampliamente dispareja, con todos los incentivos para el escaso poder negociador y de influencia de un solo sector: los trabajadores. Una reforma laboral puede, efectivamente, contener muchos aspectos como apuntan los críticos a la reforma actual. Puede contener programas de capacitación, flexibilización y más. Pero escuchen bien, si no contempla un mayor poder negociador de parte de los trabajadores, que signifique, primero, salarios justos (o sea que se ajusten a las ganancias de esa empresa), lo demás es secundario.
Pero el temor a quebrar huevos. El temor a las reacciones por el cambio. El temor a los que hoy tienen el poder. La falta de convicción. Todo esto pone hoy en jaque una reforma que con tantas «adecuaciones», tantos «ajustes», tanta «negociación», se desdibuja. Se termina cediendo a los mismos de siempre. Se inclina la cabeza al sector que tiene «la sartén por el mango».
¿Cómo siquiera puede entenderse que en algún momento estuvo en riesgo la titularidad sindical? ¿Por qué hay un trato especial a las pymes? ¿En esos casos, se busca proteger al dueño o a los trabajadores de las pequeñas y medianas empresas?
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Podemos entender la posición de la derecha, que siempre -y es cosa de revisar sus votaciones pasadas- está por favorecer el «emprendimiento privado» como le dicen a las grandes empresas. Pero el problema está en el mismo oficialismo. Es allí donde se boicoteó el proyecto, es ahí donde no se cumplen las promesas, es ahí donde no existe convicción o donde sencillamente se piensa lo mismo que la oposición.
Los cambios provocan roces, asperezas y conflicto. Los cambios reales generan incertidumbre y hasta sospecha. Si después de una reforma todos quedan contentos, es que la reforma no es real.
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