Casandra, la vidente hija de Príamo a la que nadie cree sus profecías, es quien habla así: “Lloren, troyanos, lloren”. La obra Troilo y Crésida de W. Shakespeare se desarrolla hacia el final del asedio a la ciudad de Troya. Ya han pasado diez años, y Casandra avisa las desventuras futuras. “Denme diez mil ojos, y los llenaré con lágrimas proféticas”, dice mientras urge a los troyanos a que se unan a su lamento, al lamento que vendrá. Ese par de palabras le dan título a uno de los cuentos de Luis Felipe Sauvalle y al pequeño volumen que reúne siete de sus relatos, y que fue editado por Catarsis (incluso el nombre de la editorial nos lleva a pensar en el teatro).
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El autor hace eco de esta apelación y este lamento, y nos invita a unirnos a él. Aunque se trata de distintos lamentos, motivados por hechos terribles, algunos, y otros por sencillos momentos en que pareciera que las cosas se van a ir por el despeñadero; aunque solo para darnos cuenta de que, a veces, la tormenta pasa sin dejar consecuencias. El libro abre y cierra con un relato de funeral, en que lo que interesa no son los muertos, sino quienes quedan atrás. En el primer caso una niña y su padre; una niña que enfrenta la muerte de su madre con una actitud adulta o, incluso, fría; mientras el padre trata de que a pesar de todo ella siga manteniéndose en un estado de infancia ideal, sin darse cuenta de que es imposible.
El último funeral, en cambio, es el de un padre que hace rato abandonó la vida; y cuya relación con la hija ya adulta que lo sobrevive es tensa. No parecen unidos por el amor ni el más mínimo vínculo padre-hija. Ella, más bien, ha sido una prisionera. Lo que nos muestra el autor es que no hay dos casos iguales, que una muerte, una pérdida, nos pueden cambiar, pero que ese cambio no es necesariamente negativo.
Llama mi atención la preferencia por los personajes femeninos, que se llevan el peso de las emociones, las acciones, las decisiones. También son quienes reciben los golpes de la vida; en definitiva, el punto de vista se centra en ellas. Me parece una buena decisión que los relatos sean en tercera persona, pues no siempre se asume la voz de otro género con verosimilitud. Rescato que se las presente como personas plenas, aunque algunas sean víctimas –y un cuento nos muestra que siempre el abuso es brutal, aunque venga edulcorado, en parte–, no son victimizadas por el hecho de ser mujeres. En este sentido provoca ruido la siguiente cita: “Se aferró a su portafolio, tal como de niña se aferraba a su muñeca, y avanzó por la avenida” (49). ¿Es el portafolio de esa mujer adulta, abogada, independiente, su “mantita de Linus”? ¿Necesita de una especie de fetiche para enfrentar los momentos duros de la vida?
Los relatos cubren distintas circunstancias y ambientes. El único que sale del tono del libro es “Carteristas internacionales”, el más largo de la serie, pero no el más logrado. Es extraña la decisión de nombrar a Paul McCartney como Paul McQueen, pero conservar el nombre de su grupo, The Beatles, y de sus canciones emblemáticas. Mejor lo hubiera cambiado todo. Además hay aspectos de la protagonista –en una narración en primera persona– que no convencen. Apenas se empina sobre los 18 años, pero habla como si tuviera cuarenta; y sabemos por ella que no ha podido abrirse paso en Chile, pero apenas transcurrido un día en Londres –adonde viaja con la ayuda de un tío, al que apenas ha visto en la vida– la buena suerte le llueve. El cuento contrasta con el titulado “Lloren, troyanos”, en que la abogada antes mencionada es contactada por el mismísimo Jorge Lavandero, aunque nunca se lo nombre explícitamente. El autor realiza un buen trabajo construyendo este personaje, solo dando señas acerca de él, en vez de catalogarlo con especificidad; hablándonos más del ambiente en que se mueve y de sus propios movimientos; un acierto. Veamos una cita: “El anciano se hundió en su sillón de cuero.
Reclinó la cabeza hacia atrás, apoyando la nuca en el borde del respaldo. Las extensas cejas, blancas, destacaban como dos cuernos invertidos. Sus fosas nasales se expandían y contraían al compás de su respiración. Después de un rato se incorporó y, como un oso que sale de su cueva, le dijo: –Y qué me propone” (55-56).
¿Lloraremos los troyanos? ¿Nos uniremos al talento? La verdad es que Casandra fue desoída. De todas formas, los momentos que nos propone este libro de relatos son una invitación a participar del destino de los personajes como testigos.
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Sauvalle, Luis Felipe. Lloren, troyanos. Santiago: Editorial Catarsis, 2015.