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Columna de Rodrigo Severín: Perder el juicio

A Quijana se le secó el cerebro por leer mucho y de poco dormir. Ocurrió en La Mancha, no se sabe ciertamente dónde para un tiempo difícil hoy de recordar. El doblemente ilustre Gustave Doré fue quien para lustrosos volúmenes ilustró las industriosas imaginaciones de Alonso.

Me hallo frente a una ilustración que representa el salto cuántico de Quijana a la ficción, a la locura definitiva. Puedo verlo, creo, en su poltrona, mientras “las doradas hebras de los hermosos cabellos del rubicundo Apolo” se filtran por el cortinaje semicerrado de la catacumba de lectorías para dar luz y sombra a los espectros que emanan hasta desde las orejas de Quijana.

Si pensamos ya estar inevitablemente frente a un espectáculo de esperpentos, no puedo dejar de morderme la cola, porque percibo que mientras mis ojos ven dentro de la imagen, mi ingenio intenta comprender por qué diablos esos espectros librescos comienzan a emanar desde mis propias orejas al tiempo, según leo y veo, que con Quijana leemos. Doré también. Y parece que ahora le subí al carro a Ud. O quizá me colé en las palabras que llevan estos carros en sus rieles y voy de polizón.

Ya no sé si es mi habitación, la de Doré, la de Quijano, el carro, o ya directamente la del trasmutado Quijote. Ni la madrugada ni las persianas claustras favorecen estas distinciones insensatas, ya que estamos. La fantasía escapa hacia los extramuros de las formas puras. No hay encierro.

No creo que Alonso Quijana llegó a ser Don Quijote de la Mancha deliberadamente por trastornar su pasión hacia las historias de caballería. Debe ser algo más sutil. Creo que perdió el juicio su amor por la palabra.

Podría enumerar ciertos extraños individuos, no muchos, aunque en estos parajes abunden -sospecho-, que han renunciado a su estatus de humano para vivir en el de personaje, abrazándose a lo único que nadie puede por naturaleza negarle, esto es, a sus delirios, a su locura, pues la realidad no nos pertenece, en tanto que aquélla es nuestra última e irreductible morada, la morada inalienable de la autoalienación, el último bien de “la razón de la sinrazón”. La sociedad se ríe de ellos. Los despreció y les despreciará. ¡Pobres y santos Quijanas!

Extraigo las argumentaciones directamente del narrador de Cervantes, cuando explica el favoritismo de Quijana (pág. 2) por el autor Feliciano de Silva: “Porque la claridad de su prosa y aquellas entricadas razones suyas le parecían de perlas, y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafío, donde en muchas partes hallaba escrito: ‘La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura’. Y también cuando leía: ‘los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican, os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza’. Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se los sacara ni las entendiera el mismo Aristóteles, si resucitara para sólo ello».

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