Hace apenas dos meses Harper Lee, la autora de Matar a un ruiseñor (1960), murió. Tenía 89 años y su novela había sido un gran éxito de ventas desde el comienzo. Yo estaba leyéndolo, por primera vez, en ese momento. Aunque se trata de un clásico de la literatura estadounidense, mi vínculo con la historia era, más bien, la versión cinematográfica protagonizada por Gregory Peck, que fue estrenada un par de años después de publicada la novela. Eso también sirve para darse una idea de la recepción del texto.
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Pero lo que sucede con la película es que queda la idea de un Gregory Peck muy gravitante, en su papel de Atticus Finch, un abogado viudo que vive con sus hijos en un pueblo ficticio del sur de Estados Unidos. Y Atticus Finch no es el protagonista de esta historia, sino Scout, su hija, y cómo los tres años que se narran en el texto van configurando su identidad. Mucho se ha escrito sobre este libro respecto al fin de la inocencia, que sería el estado aparentemente natural de la infancia. Dicha pérdida de la inocencia estaría encarnada en el drama humano y legal que es parte –importante, pero solo parte- del relato: Tom Robinson, un hombre negro es acusado de violar a una joven blanca y pobre; y Atticus se convierte en su abogado defensor. Son los años 30 y la población afroamericana no tiene posibilidades de obtener justicia: a Tom se lo ha encontrado culpable antes siquiera de que comience el juicio; eso es un hecho.
Cuando se lee el libro, sin embargo, el caso legal demora en aparecer; y, de hecho, no es siquiera adelantado, aunque sí la autora prepara al lector para un cambio de escenario, a través de detalles góticos que presagian tragedia o de descripciones de la propia Scout, como este a las páginas de iniciada la lectura cuando construye una imagen de Maycomb, el pueblo en que vive: “La gente se movía despacio. Cruzaba cachazudamente la plaza, entraba y salía de las tiendas con paso calmoso, se tomaba su tiempo para todo. El día tenía veinticuatro horas, pero parecía más largo. Nadie tenía prisa, porque no había adónde ir, nada que comprar ni dinero con qué comprarlo, ni nada que ver fuera de los límites del condado. Sin embargo, era una época de vago optimismo para algunas personas: al condado de Maycomb se le había dicho que no tenía nada que temer, solo a sí mismo” (16). No es difícil adivinar que ese “solo a sí mismo” es más que suficiente.
Así que lo que se va configurando primero es una voz, una voz de infancia: la de Scout, quien narra en primera persona. Pero no tanto esa pérdida de inocencia, aunque la figura de “matar a un ruiseñor” haga referencia justamente a eso. Matar a un ruiseñor es, más bien, una novela de formación: el aprendizaje de Scout. Dicho aprendizaje va en todo sentido, como lo muestran, por ejemplo, sus apreciaciones acerca del sistema escolar; o cuando va comprendiendo que el pueblo en que viven atraviesa una depresión. La narración es amena, cercana, llena de chispa. Scout es una niña que no se queda atrás, sino que se atreve a decir lo que piensa, a actuar conforme a lo que cree. Y es interesante que muchas veces se equivoque, que sea maleducada y prejuiciosa; o se las dé de chica lista; en vez de ser un personaje prístino. Al respecto es interesante el hecho de que ella sepa leer “desde siempre”. ¿Cómo ya es letrada ya no es inocente? Entendiendo la inocencia simplemente como el paso de la ignorancia al conocimiento; lo cual no implica, por supuesto, conocer la verdad, si es que aquella existe siquiera. Por eso es necesario repensar esa categoría de la inocencia. A través de la amistad, los juegos, la vida cotidiana en ese pueblo lleno de desigualdad y misterios, Scout no está perdiendo su inocencia, sino batallando para llegar a ser ella misma.
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Lee, Harper. Matar a un ruiseñor. Barcelona: Ediciones B, 2015.