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Columna: No veo “Game of Thrones”

Una especial columna para todos aquellos que no ven “GOT”.

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No veo «Game of Thrones» básicamente porque nunca he sido muy bueno en esto de seguir series. Requieren de un compromiso y una fidelidad que con suerte le entrego a la familia y al trabajo, dos instancias en que la voluntariedad está medianamente suspendida a causa de la firma de acuerdos. No la veo, pese a que las corrientes parecen llevar todo hacia allá en abril de cada año, y a que he sido víctima de decenas de intentos por convertirme a esa especie de religión que forman sus seguidores.

Tanto, que reconozco que a veces me ha sonado hasta seductor dejarme atrapar, hacer la tarea titánica de ver cinco temporadas por las mías, y pasar así a ser otro converso más de este verdadero culto. Es que el asombro suele brotar por cada poro en los rostros de quienes relatan el capítulo de la noche anterior, y hay algo embriagador en ello, algo de verdad revelada. Incluso proyecto la cosa hacia el futuro, y tengo claro que en sobremesas de 20 o más años hacia adelante el tema volverá a aparecer, y me incomodo desde ya viéndome quedar fuera de esa inminente remembranza de tinte generacional… Bueno, eso hasta que aparecen términos como «fantasía medieval», dragones, espadas y toda esa imaginería nerd que, en mi caso, hace volver las cosas a fojas cero. Cuestión de paladar, simplemente.

No veo «Game of Thrones». Nunca he visto nada, ni un minuto, pero la omnipresencia de esta serie es tal que siempre se las arregla para que, de todos modos, me entere de las cosas que ahí pasan. Es cosa de entrar a Facebook o Twitter, simplemente, para informarse semana tras semana de que hay un integrante menos en el elenco, y que («CTM!!!!!!!!») se trató de una muerte espectacular: Decapitado, partido en dos (o tres, o cuatro), etc. ¡Ah! Y también sé que siempre se trata del personaje con el que los seguidores se estaban encariñando, o de aquél que se estaba vislumbrando como ganador en este asunto del trono (porque también sé que hay un trono en disputa).

No veo «Game of Thrones», pero sé que alguna vez hubo un chileno en el elenco. Sé también que el chileno murió (obvio), tal como murió el otrora gran protagonista, que es el mismo que en esta temporada debería resucitar o revelarle al mundo que en realidad nunca murió.

Porque, a todo esto, la nueva temporada (también sé que es la sexta) partió el domingo pasado, y como en un eterno déjà vu he vuelto a sufrir de lunes hegemonizados por el tema. Pasa en toda reunión en la que formo parte desde el inicio, viendo a la gente encontrarse por primera vez en el día: Siempre hay uno que le pregunta a otro «¿lo viste anoche?», sin necesidad siquiera de decir qué, porque esto ya es un código. Ambos saben perfectamente de qué están hablando, y a veces hasta las palabras están de más. La cara de impresión, los ojos salientes, son expresiones más que suficientes.

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No veo «Game of Thrones». Nunca he visto nada, ni un minuto, pero el mundo se las arregla hasta para que un pagano como yo resulte salpicado. No la veo pero, a estas alturas, ya es como si la viera. A veces, hasta he llegado a sentir el ánimo de duelo por el supuestamente finado Jon Snow (porque tengo clarísimo que ése es su nombre), y me pliego a la esperanza de que siga con vida en alguna parte de ese paisaje gélido.

No veo «Game of Thrones», y cada vez me resulta más inevitable sentir que de algo grande me estoy perdiendo. No la veo, y siento que algo me falta.

 

Sebastián Cerda/Pub

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