Esta mañana murió un amigo y no tengo muchos. Quería contarlo porque leía esta columna y pensé en todos los amigos del mundo que se mueren y no podemos decir cosas.
PUBLICIDAD
Eso venía pensando cuando entró el cajón esta mañana a la logia de los masones. Ayer estabas vivo y hoy por un momento en mi cabeza pararon los breaking news. Y cuando lloré en la mesa mirando tu cajón de noche, antes de despedirme de tu familia, por un momento, como no pasaba hace tiempo, estaba conectado con nada. Y a la vez, con todo.
Estábamos diciendo gracias porque te conocimos.
En un planeta donde todo parece frágil, algo logramos con dar las gracias.
Es un gesto gratuito como la amistad.
Nunca te pregunté del tema. Todos sabíamos que eras masón, pero ser masón es como ser James Bond. Es como obtener otra identidad. Era parte del misterio y la aventura. Nunca te traté de tú, ahora que lo pienso. Pero no estás aquí, así que permitámonos esto. Permitámoslo por todos los amigos del mundo de los que no nos podemos despedir.
Esos misterios eran parte de toda la caja de sorpresas que era mi amigo Benedicto. Nunca le dije que era mi amigo. Se lo dije a su señora y a sus hijos. “La palabra amigo está tan manoseada”, alguna vez hablamos en un bar, a propósito de las redes sociales. “¿Quién es amigo de quién hoy en día en una sociedad donde todos se usan?”.
PUBLICIDAD
Es cierto. Son los tiempos que corren. Son tiempos horribles, maestro. Estoy llegando a esa edad donde la gente se muere y no tengo ganas. Yo podría asegurar que como nos juntábamos a hablar sin ningún interés, sí había del otro lado un amigo. Nunca lo etiquetamos. En realidad no se necesitaba.
Es que siempre fue más grande: era mi profesor de Historia del colegio Alcántara Cordillera. Cuando yo no tenía tiempo de escribir una columna o hacer entrevistas, él me autorizaba. A cambio hacía preguntas en clase. Y se reía. Y en realidad, todos discutíamos los temas. Todos los compañeros que perdí. Esos temas que con los años se fueron “desbloqueando” en todos lados: desde los derechos humanos hasta los pactos de la transición. Mi profesor nos dejaba hablar de eso. Y nos dejaba discrepar. Por eso, uno que otro tontorrón lo tildaba de rojo. Los que éramos más pillos, entendíamos que ahí, en esos recovecos, estaba la historia que en el futuro vendría por todo.
Yo no viví revolución pingüina: fui la última generación para la cual el centro de alumnos servía para juntar plata para la fiesta de fin de año. Pero sin las lecciones de Benedicto Catalán no hubiese tenido las herramientas para entender en las coberturas que vendrían en mi vida. En esas noches durmiendo en colegios o escapando del guanaco con el teléfono en mano. Esas semanas que decantaban en domingos con el profe conversando en los bares varios de Ñuñoa.
Con los años, entendimos que la barba que usaba era una suerte de tributo a Marx, a Engels. Hasta ese instante era de Santa Claus.
Y aunque nunca nos mencionó a Baudrillard (a quien encontramos con los años en las bibliotecas de la universidad) él fue el primero que con ironía explicó: “Esto es un simulacro. Yo estoy simulando como que estoy enseñando y ustedes dicen, sí profesor, y simulan que aprenden”.
Eso parecía un stand up comedy hasta que fuimos adultos. Y entendimos que había demasiados que simulaban ser los buenos.
Con los años, nos juntábamos de vez en cuando. Cada ciertos meses. Hablábamos de la vida, de los problemas, del mundo. El profe siempre leía esta columna de Publimetro o se encontraba algún video de algún programa y me lo comentaba.
Yo me acuerdo de cuando alguna vez me preguntó si yo era un tal “Francisco Bilbao” que le enviaba mails. Sospechaba de mí y de un compañero que se hacía llamar en Messenger “Castrol Ramone”, por su adicción a los Ramones y a la anécdota donde de la nada, en medio de La Florida el 98, había aparecido un camión de Castrol en la plaza de su barrio. Y esa imagen no se la podía despegar.
Como también cuando me eligió para un torneo de debate en el cual incendiamos todo con declaraciones quemantes, sin ningún entrenamiento. Un campeonato donde perdimos, pero nos divertimos de buena gana.
Esa es la mejor lección que nos dejo el profesor. Ser quienes somos. No mentirnos. No simular para los demás. Saber y por eso creer.
Hoy se murió un amigo y no tengo muchos. En estos días a tanta gente se le ha muerto un amigo.
Espero que algún domingo en la tarde nos volvamos a encontrar y tomar un café para solucionar todos los mundos posibles.
Las opiniones expresadas aquí no son responsabilidad de Publimetro