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Columna de Rodrigo Severín: La poesía en la carne

Fui a dar a con una entrevista reciente que da el eminente George Steiner (1929), profesor de literatura comparada en Cambridge, publicada hace un par de días en el diario El País, de España. La extensa entrevista está llena de perlas, a pesar de caer en ambigüedades relativamente contradictorias a ratos. Sin embargo, el diálogo es a la vez de gran profundidad y sencillez. Steiner repasa el estado de actualidad de la civilización, y expone sus perspectivas y preocupaciones sobre la deriva de la educación y la cultura de nuestra sociedad.

Me llamó la atención su optimismo en relación al futuro de la poesía y su fe en las nuevas generaciones de poetas. También me llamó la atención su aserto en relación al crítico literario, cuando afirma “que el más grande de los críticos es minúsculo comparado con cualquier creador”. En relación a su posición como intelectual y la crítica, con toda humildad dice que él es tan sólo el cartero: “Il postino”.

Por contraste, no pude evitar recordar una columna pedantesca que leí el 2008 (si no me equivoco) en Artes y Letras de El Mercurio, escrita por el afamado crítico nacional, Ignacio Valente. Allí se quejaba de la calidad, tanto de la poesía nacional, como de la crítica misma, como discurseando desde las alturas. Recordé que no se refería a críticos en particular ni daba ejemplos. Era algo así como repartir con ventilador… En ese tiempo me pareció un berrinche, y pensé, a la luz de la entrevista, “¡vaya provincianismo!”. No pude sino simpatizar con la alusión al crítico que hace Steiner.

Steiner hace una hermosa reflexión que revela en cierto grado la importancia de la poesía y, efectivamente, cual cartero, indirectamente y en breves palabras, nos da señas de cómo aproximarnos a la aprehensión del poema. Dice: “El poema que vive en nosotros vive con nosotros, cambia como nosotros, y tiene que ver con una función mucho más profunda que la del cerebro. Representa la sensibilidad, la personalidad”.

Como por asociación libre identifiqué esta idea con las primeras palabras del Evangelio de San Juan: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios”. Verbo es la traducción castellana del latín, que a su vez viene del griego, de la palabra logos, la palabra en sí. El logos representa el fuego en la palabra encarnada, es el símbolo de Dios en la civilización judío cristiana.

Nuestro gran Vicente Huidobro escribía en su Arte poética, exhortándonos a enseñorearnos del acto puro de la creación: “Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra;/ El adjetivo, cuando no da vida, mata…”. El poeta, los poetas, son los guardianes de la palabra, como apunta Warnken, con lucidez prístina.

La palabra, el logos, en efecto, no es tan sólo una forma oral, una sucesión de letras en un papel, un mero instrumento de comunicación utilitario. En la vida cotidiana comprobamos cómo transforma, ilumina, incendia, degrada, da vida, insufla el espíritu.

Por mi parte veo con nostalgia e impotencia que la poesía se nos está alejando progresivamente de las manos, que la palabra en su condición sagrada se profana día a día.

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