Germán Garmendia es un gran caso para hablar de lo desmedida que es la mezcla fatal entre competencia y envidia de este país.
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Garmendia no necesitó a nadie para su fama: a ningún canal de tele, radio, diario. No le debe un día de lealtad ni siquiera a su país: se fue y le fue mejor. Garmendia vino ahora, en una gira a grabar el doblaje de una película internacional y a presentar su libro ultramegavendido en todas partes donde se habla tu idioma, “Chupa el perro”. Y aunque te duela, es más probable que sepan más de Garmendia que de Pablo Neruda en cualquier sala de clases de Latinoamérica.
Eso es bien difícil que lo entienda un viejo de 32 años con una moral de 14 que todavía se ríe de cualquier pelotudez que involucre descalificar a una minoría o “poner en su lugar” como muchos piensan en el caso de cualquier mujer que haga algo que no le guste. De esos abundan.
Ellos, los que “definen la calidad” y a la vez “cómo vestirse” o “cómo pensar” son hoy los que no tienen ninguna posibilidad real de influir más que con insultos y pataleos. Son los que están muy infelices con el éxito de cualquiera que no sean ellos o del equipo de fútbol que no les gusta. Son los que están enojados porque no les han cumplido la promesita que compraron de que haciendo ciertas cositas y diciendo “sí, sí” iban a tener el puesto de no sé qué en la gran empresa de no sé dónde.
Ellos van e insultan a Germán Garmendia porque camino a los juegos de Río llevó la antorcha.
Ellos van y ponen su basura en foros de internet y comentarios en los diarios porque seguramente han logrado tanto y tienen tanto que contar y mostrar.
Y no. El principal problema es que no lo tienen.
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No hay mucho que contar en vidas donde la atención está demasiado seguida en ese otro que concentra su energía que se pierde en vez de ser canalizada en la sanidad de un proyecto propio. Un proyecto. Algo que hacer. Una creación que generalmente cuando se la proponen tiene una obsesión horrible con los tamaños.
Porque hacemos cosas para los otros. A Garmendia (y esa siento yo que es la gran lección del youtuber) no le importó una pelota. Le dio e inventó un código propio.
La figura del youtuber latinoamericano es él, y es chileno. Es como tener un campeón mundial en contenidos. Es parte del Zeitgeist de época. De nuestra memoria. De nuestra identidad. Yo si fuese del Gobierno le doy un premio. Encima, es buen tipo y se preocupa de que los niños se diviertan.
Pero claro: eso es lo que les molesta a muchos que tienen envenenado todo lo que piensan y cruzado por la torpe actitud de creer que estar enojado o tener la empatía de una piedra te hace ver mejor, ser más inteligente y “venir de vuelta”. Que “decir la dura” te hace cumplir con un designio poco menos del Más Allá. Que etiquetar con descalificaciones al otro es un mantra y un arte.
Crecer es darse cuenta que en realidad todos tenemos un valor y cierta estructura de ver el mundo y que a veces esa se contrapone con el valor. Pero también sanar eso que es “mejor de cada uno” y no andar de pelmazo por la vida o preocupado del otro en demasía hace muy bien.
Y estamos como contaminados, creo yo de muchas cosas que hacen mal. Es como un gusto confortable por apretarse los dedos y pensar que poco menos todo es un plan que nos quiere aplastar.
Y no sé, la verdad, no sé.
Es cosa de ver las notas internacionales o lo que pasa con personas que están abandonadas por sus estados y entender que ahí se pasa mal. Que hay quienes tienen una conexión a internet y acceso a una cuenta bancaria que están más enojados por no tener una más grande que por el otro. Y se visten de luchadores sociales muchas veces sin serlo, para hacerte creer que “te cuentan la dura» cuando son pobres promotores del odio que no se les cae, si conversas bien con ellos, si les haces una pregunta, una sola idea.
Nadie le ha hecho una entrevista en serio a Germán Garmendia, que no lo mire como un extraterrestre de internet. Y no sé por qué sospecho que tendría más ideas o experiencias que varios.
Pero no las da. Tiene sus razones: hay demasiada envidia circulando. Y siempre va a salir un tonto a decir algo horrible para sentirse bien y dejarnos al resto con la sensación que ganó.
Y no ganó nada, pues.
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