Las merecidas vacaciones han terminado, dos semanas en que la gran mayoría de quienes tienen niños debe hacer un esfuerzo y extremar ideas para mantener ocupados y entretenidos a los peques de la casa, una tarea no menor, ya que los incansables no tienen límites ni horarios en el período de descanso.
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Lo último hace una semana fue salir de paseo, tomar el bólido firme al volante y sin rumbo fijo empalmar con la Ruta 68 y ahí decidir qué hacer. Rodeados por viñedos íbamos como campeones por el fantástico valle de Casablanca cuando entre parras aparece el letrero de Quintay y decidimos tomar esa ruta para llegar a almorzar.
Grata sorpresa nos llevamos ese día bien soleado hasta que se empieza a empinar el lindo camino y caemos de golpe a la caleta. Las crestas de las olas brillan incesantemente, mientras los pelicanos y las gaviotas realizan una danza amigable. Un espectáculo preparado para los turistas podríamos suponer, pero la verdad es que somos afortuados de presenciar un acto que se repite a diario sin fanfarronear.
Hay bastantes lugares donde elegir para comer, pero nos datearon del que lleva más tiempo sirviendo frutos del mar, el más antiguo en la caleta. Miramar tiene tan bien puesto el nombre, porque tiene vista directa sin interrupciones al oceáno y además arremete sobre la arena con su terraza, que desde el balcón se posa sobre los botes de los pescadores artesanales. Si incluso no tiene número, porque se llega caminando por la arena.
La carta es una pizarra móvil bien acotada, clara y de buenos precios. Luego sabríamos que los platos son contundentes y ahí la ecuación precio-calidad-cantidad es equilibrada.
Para comenzar compartimos unos ricos ostiones parmesanos que en librillo de greda nadaban en una densa crema muy sabrosa. Luego pedimos congrio a la plancha, que no me canso de repetir cómo me sorprende cada vez más el calibre de los filetes. La porción estaba bien, pero es evidente que el recurso está escaso y que los ejemplares capturados son cada vez más pequeños, lo que atenta bruscamente contra la renovación de la especie.
Fuera de eso, el filete a la plancha deslumbraba por su frescura y su carne firme pedía masticarse para disfrutarla.
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También pedimos locos, una ración de primera que con ensalada permitía refrescar el cálido clima que nos tocó en horario de almuerzo.
Mi hijo me sorprendió, comió ostiones, locos y congrio sin poner ninguna objeción. Maravilloso fue escuchar la expresión de agrado cuando emitía un decidor ¡mmmm!
El servicio es tranquilo hasta que se llena la casa, pero derrochan un gran esfurzo.
Finalmente comimos panqueques y tomamos café, luego tuvimos que ir a recorrer un poco y ahí es donde el museo ballenero trae a la memoria épocas pasadas. Son muchos los que desearíamos volver a ver ballenas en la bahía, un sueño alucinante que distinguiría mucho más a Quintay.
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