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Columna de Copano: El otro, Maipú y la imposibilidad de trascender

¿Que es el otro? ¿dónde lo encontramos? ¿qué nos agrada o desagrada de él? Somos seres sociales. No podemos hacer nada sin que alguien nos enseñe, nos acompañe, nos atienda o viceversa. Nuestras relaciones en el sentido del capital son con esa entidad. Incluso cuando jugamos “Candy Crush”. Para llegar a ese juego tuvo que existir alguien, que no somos nosotros, para verlo. Como quizá al creador del “Candy Crush” le guste una barra de chocolate que otro pensó y otro supervisó para su producción.

Nosotros somos una entidad. Nuestro yo. Único, individual, donde viven nuestras preguntas y pensamientos. Nuestras percepciones líquidas o sólidas en relación al mundo. Con el tiempo miramos atrás y somos otros. Pero en el presente somos el yo.
 
Nos han convencido (o eso intentaron) de que sólo podíamos salvarnos desde ese lugar. Nos han dicho en todos los tonos que sólo nuestro esfuerzo nos conducirá a algo nuevo y mejor. Muchos rezan eso como un mantra. Como un convencimiento. Como una voz autoprogramada. Una voz que anula su yo y lo transforma en una mercadería. En algo cambiable por el próximo grito. Y no lo lleva necesariamente a otra cosa: lo transforma en una máquina deshumanizada. A una aplicación que pasa de moda. Por eso hay que dejar de pensar en la falsa épica, las frases pre hechas y cierto espíritu religioso que mueve a cierta gente y ver más que en lo divino o en su simulacro, en lo que está cerca lo que se puede cambiar.

La gente se compra religiones nuevas, como manuales de emprendimiento, frases de Steve Jobs, Coelho, lo que venga. Y ahí, desde el pensar que se es mejor sólo por pensar, que se es mejor no es que venga algo detestable o juzgable. Sólo no viene nada.

Desde esa nada, es que están pasando muchas cosas. Partamos por las AFP. Las AFP son un llamado al individualismo extremo. A una suerte de proceso Coelho donde “por haber hecho algo te van a dar algo mejor”. A ese algo, le llamaron ahorros. Esos ahorros partían de una base: el individuo era un ser sin cambios. A ese individuo no lo echaron nunca de la pega, nunca se rebeló, criticó, se ensañó, se enojó o se enamoró y dejó de producir. Ese individuo era el perfecto, el que estaba basado en el número cero. En el cero falla. En el cero imperfección que a la vez es imperfecto, porque nuestra naturaleza es imperfecta.

La belleza del ojo más pequeño que el otro, del diente chueco y único, de la margarita, del cuerpo diferente es lo que nos vuelve entidades distintas hacia afuera. Habla de nosotros, el envase. Y ese envase puede ser perfecto, pero quizá lo de adentro no lo es tanto. Así es la vida y el tormento.

En ese tormento, está lo más terrible de nuestro ser chileno: esa lógica asquerosamente extractiva de mirar al otro como una mina. Somos un país minero donde vemos un filón y no un socio. Donde vemos una chequera y nunca un amigo. Donde no vemos sueños: vemos resultados inmediatos. Donde vemos un momento y no una vida.

Por eso, estamos donde estamos.

Por eso, en ese envase grande que es una casa, viven personas que no entienden quién es el otro. Porque se compraron los Coelhos y militaron en el individualismo. Ese que cuando estén enfermos y solos nadie ira a socorrer.

Ahí, en esa casa, está esa familia de Maipú que dejó sin sueño de hogar a un grupo de personas de campamento que quería un terreno. Ellos que rechazaron, que criticaron, que protestaron no ven al otro. Y era tan fácil trascender. Era tan fácil decir que sí y no ver que las cosas que compran a los 3 años se dañan con la obsolencia programada de sus fantasías de ser más que sólo se basan en más y más y los condenan a estar rodeados de intentos de riqueza que desean y nunca tendrán.

Porque a las casas se les resquebrajan las paredes, se les llenan los rincones de maleza y entra el polvo. Pero nunca el “gracias” se llena de tiempo. El agradecer, el ver al otro, es eterno e irremplazable. Y con los años crece en otros ese gracias. Ese permiso. Ese amor. El amor es gratis. Lo otro se cobra.

Por eso, el otro, es tan importante e imponente. Por eso, la posibilidad de quedarse en la historia, en un papel o un monumento está en el otro. Y por eso el otro que mira al otro con desconfianza no existe y el otro que mira al otro desde un lugar “superior” realmente no está.
Porque todos nos vamos a morir. Porque esta vida es una posta. Viva el otro.
El “uno” muere. El otro queda.

Las opiniones expresadas aquí no son responsabilidad de Publimetro

 

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