Cuentan que había un niño con su madre en el supermercado. De pronto, con la cantidad de pasillos y juguetes, el niño se entusiasmó y se perdió de su mamá.
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Asustado se encuentra con un señor mayor que se le acercó y le preguntó:
¿Por qué lloras?
El niño le respondió: porque no sé dónde estoy.
¿Pero sabes quién eres?, le preguntó el señor.
Sí, mi nombre es Eduardo, le respondió el niño entre lágrimas.
Entonces no hay problema, le dijo el señor mayor, cuando uno sabe quién es, no está perdido en la vida, pertenece a una familia, a una nación y nunca estará solo.
El relato termina con un final feliz.
Quiero contarles que con mucho orgullo recibí mis documentos chilenos. No nací aquí, pero hace 28 años que estuve deambulando por pasillos de supermercados, y siento un inmenso regocijo cuando me preguntan quién soy y digo mi nombre y que soy chileno.
Es un orgullo pertenecer a una patria que cobija, que abre sus brazos, que brinda asilo contra la opresión, con un mar inmenso y un cielo hermoso, en otras palabras, es maravilloso ser parte de algo a lo que uno quiere llamar hogar.
Como rabino intenté y sigo soñando, en estos 28 años de residencia, trabajar en pos del entendimiento, la inclusión, la igualdad, de todas las mujeres y hombres, sin distinción de género, credo, etnia, ni ideologías.
Con la convicción de que la tarea si es pequeña se suma a otras y entre todos el país puede ser mejor.
Mi fe me dice que el mundo es como una balanza en equilibrio, entre el bien y el mal, y cada pequeño acto de amor que hagamos puede desequilibrarla.
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A ti, que vas en el Metro, te invito a pensar en el día de hoy como una balanza a la que puedes desequilibrar haciendo un acto de bien, y te propongo que ese acto parta del orgullo de sentirte parte de este querido Chile.
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