Una pequeña anécdota para comenzar: tengo una amiga adicta a la comida chatarra. Pero mal. No puede soportar un día sin hacerlo. Es más: a veces creo que milita. Y para hacerse la graciosa nos lo grita y escribe. Lo comparte en sus redes e incluso llega a enorgullecerse de su sobrepeso, cuestión que, admitamos, me preocupa porque la quiero mucho.
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Hace algunas semanas me sorprendió: su rutina del trabajo a la casa y al llamado al delivery se modificó brutalmente. Decidió ser “maestra pokémon”. Los únicos gimnasios que funcionan para ella es donde se puede adquirir más pokemonedas, cebos e incluso incienso para capturar animalejos virtuales.
O sea, un juego puede modificar un mundo.
La semana pasada en las páginas de El Mercurio Cristian Warnken escribió una diatriba contra Pokémon Go. Sorprendido por la aparición de personas con sus celulares intentando localizar a Pikachú, Raichú, Jigglypuff y toda la camada de animales de realidad aumentada, en la ciudad, planteaba que “estaban en sus casas, sumergidos en pantallas onanistas, muertos en vida que de pronto resucitaron”. Según Warnken él sería un zombi en extinción, que contempla los arboles y las calles para “encontrarse con el otro”.
Desde que soy un niño (ya han pasado unos 30 años) he visto en distintas versiones estos críticos generacionales que observan con desprecio los cambios. Hoy más cínicos que nunca: padres asustados por sus hijos, mientras en Whatsapp están sus amantes y grupos de fotos porno, critican a estos cabros “pegados a la pantalla”.
Y qué decir Warnken, poeta de antes que hoy busca realidad. Una realidad que da la impresión que molesta porque no es suya, de algún modo como antes se criticó al rock, las computadoras y todo lo nuevo.
Yo no soy un tipo que milite necesariamente por las generaciones venideras. Mi sensación es que cada año los chicos están más apáticos y menos conectados con los sentimientos y las personas. Se han vuelto una parodia de Daria o una manifestación humana de un foro de anónimos donde la transgresión permanente es ser cabrón y tener derechos por ello.
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Los adolescentes de hoy, no es que sean mejores que nosotros: son distintos. Y quizá en muchos casos algo más fríos. No son millennials, es más, nos miran con algo de desprecio. Somos los hermanos mayores que tratan de mostrarse demasiado. Los chicos de ahora son más pokémones: viven en la realidad aumentada de las pequeñas comunidades.
Pero no por eso voy a dejar de pensar que en realidad la diversión de ahora es mucho mejor que la de antes. Pokémon Go es una genialidad, que obviamente se conecta con todas las que cambian nuestras formas de ver el mundo hoy: finalmente es una modificación económica. Como Uber que no tiene taxis o Facebook que hace medios sin medios, Pokemon Go es una colección sin objetos.
El tema es que siempre molesta lo nuevo. Cuando Warnken habla de que en los mismos senderos se pasearon “los de la generación del 50”, lo que nos quiere decir es que le molesta profundamente que quienes no usan habitualmente espacios públicos aparezcan, porque en su realidad esos lugares se reservan a los que son como él: los buenos, los puros, los que saben, los que “no están alienados”.
Bueno, todo esto esconde sin duda que siente que los parques son suyos. Y está molesto y sorprendido por tanta gente de clases sociales distintas (que es lo lindo de la tecnología en Chile, una sociedad de castas quebrada por los celulares) caminando por ahí tratando de localizar un pokémon en un mundo donde la gente no se habla. Es cierto: con Pokémon Go no dialogan, pero ¿lo hicieron antes?
No lo hicieron. Éstas son nuevas formas de comunicarse. Es el mundo de la realidad aumentada que generalmente es mejor que la realidad pequeña. Es otra vez la vieja posibilidad de ganar algo, en un mundo donde ganar se redujo a aplastar al otro. Por último si es por competir, esta vez, es sin matarse y sin terapeutas para superar el odio. Es más sano porque no existe, más que en nuestras imaginaciones enormes, donde se podrá ser el mejor, mejor que nadie.
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