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Columna de Rodrigo Severín: Spleen

La generosidad con el tiempo propio, la donada al tiempo ajeno, a la otredad del amigo peregrino, es quizá el mayor grado de generosidad que pueda ofrendar el pródigo de la nada.

El poeta, su arquetipo, sería la culminación de esta forma de vivenciar la experiencia. El hombre corriente, celoso de su tiempo individual, compartimentado, prendado del voraz consumo, se sacrifica a su fagocitación. Va con anteojeras, montado en vertiginosa esclavitud, entregado a la necesidad, muchas veces inconcientemente, otras con aflicción, y no pocas entronado en el  cinismo, cuando la vida le ha arrebatado la inocencia de su niñez. Éstos van sorteando las miserias y el destino trágico del bardo.

A ese poeta, amigo de mis ensoñaciones, fiel compañero de las copas ociosas de la última hora de la noche, alguna vez le preguntaron que qué hacía, que “qué era”. Respondió suficiente, mas sin vanagloria, arropado en sus harapos, que no hacía nada, que era millonario. No le dieron crédito. Pero un curioso quiso ahondar en la bizarra contestación. Mi querido afoturnado explicó que carecía de bienes, pero que tenía el divino privilegio de poseer la totalidad de su tiempo. Conmiserado y algo burlón, se reía de los afortunados del dinero y la materia, de los propietarios de los papeles lacrados.

Soñaba y soñaba con porfía intratable, ignorando el feroz castigo que reloj le propinaba sin piedad, los azotes de pellejerías. Tenía devoción de placeres efímeros. 

Escuchar el solo de un violín callejero, el de un artista que aspira a llegar a ser el hombre que se es. Ignorar a hurtadillas los mendrugos del mendigo, disimulando cobardía, pero calmo al deambular, fingiendo acaso. Me queda en el corazón la propina de ese diógenes, la que te desgarra la tripa con un nudo en la garganta, soplado por el viento hacia la fuga insoportable de la hipocrecía culposa. “Somos hermanos”: ése es el regalo que la implacable verdad emanaba de sus ojos humildes. Respirar el amor nimbado en la nube de algodón de azúcar que comparten dos jóvenes enamorados en el parque, allí justo en el centro del universo. Pasearse por la vía de artesanos que tejen una red de miradas cazurras  condenando al burgués y al “lúcido” pasante, y a la mar de necedad mundana que atraviesa el callejón colonizado de joviales y frustrados sueños, aligerados por el orgullo artístico que complace a la existencia.

El titilar de su noche embriagada pellizcaba la bohemia en su piel y sus huesos debilitados, que también eran los míos.

Los pululantes cegados de hablares, mientras que la escucha les arrebata las verdades de sus confundidas orejas, tanto dentro como fuera del bar, en la calle de la luna era lo que me regocijaba, porque se paseaba solemne con el silencio al que tu recuerdo se asemeja y embeleza mi alma.
Soñé  estas visiones, creo, pero tenía prisa; la escasez del tiempo se había enseñoreado de mi única riqueza.
 

Guaguin le pedía a la vida tan sólo la luna y seis peniques. A mí se me fue, se me fue todo en esa noche infame y ebria.

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