Baños de sal gruesa, ayunos, donaciones de salario e, incluso, exorcismos. Fabio de Souza probó todo tipo de «curas» para que dejaran de gustarle los hombres, pero ninguna funcionó.
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Yo estaba en constante lucha conmigo mismo, sufrí mucho, no conseguía aceptarme, amarme… Hice varias ‘corrientes de liberación’, intentando conseguir una cura, pero fue algo inútil. Las personas podemos cambiar el color de nuestro pelo, pero no podemos cambiar nuestra esencia»
Aceptar su homosexualidad fue un camino difícil para este fervoroso evangélico de 37 años que, desde pequeño, fue inducido a pensar que ser gay era cosa «del demonio»
Hoy, reconvertido en pastor de la primera iglesia para la comunidad LGBT de Brasil, pregona ante centenares de fieles que Dios quiere a todos por igual y que los homosexuales «no necesitan cura, sino amor».
«Yo estaba en constante lucha conmigo mismo, sufrí mucho, no conseguía aceptarme, amarme… Hice varias ‘corrientes de liberación’, intentando conseguir una cura, pero fue algo inútil. Las personas podemos cambiar el color de nuestro pelo, pero no podemos cambiar nuestra esencia», dice a la AFP este atlético exempleado de banco, antes de empezar su culto en la ‘catedral’ de la Iglesia Contemporánea, en un barrio popular al norte de Rio de Janeiro.
La «cura gay» está en el centro de los debates en Brasil desde que dos semanas atrás un juez permitió que los psicólogos vuelvan a usar las terapias de «(re) orientación sexual», castigadas incluso con la suspensión de la licencia profesional.
La medida, a tono con la creciente ola conservadora y evangélica que vive Brasil, indignó al colectivo LGBT y reabrió una discusión que la Organización Mundial de la Salud enterró en 1990, cuando dejó de considerar a la homosexualidad como una enfermedad.
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Un demonio en el útero
Pero, por increíble que parezca en el siglo XXI, la mayoría de gays, lesbianas y transexuales que cada domingo asisten a la Iglesia Contemporánea han pasado antes por frustrantes «curas» milagrosas o, como se dice en jerga evangélica, «corrientes de liberación», sin que ninguna autoridad arqueara una ceja.
«Aquí hay muchos ‘ex-ex gays'», ironiza Fabio, que fundó la iglesia en 2006 junto a su marido, el pastor Marcos Gladstone. Diego Fernando, un camarero de 29 años que resalta sus delicadas facciones con maquillaje, sigue emocionado la misa.
Ellos decían que tengo un demonio, un espíritu malo que habita en mí, que estaba en la barriga de mi madre y por eso soy gay», explica Diego
Él participó en varios de esos rituales cuando iba a la Iglesia Universal del Reino de Dios, una de las congregaciones evangélicas más poderosas de Brasil y a la que pertenece el alcalde de Rio, el obispo Marcelo Crivella.
«Ellos decían que tengo un demonio, un espíritu malo que habita en mí, que estaba en la barriga de mi madre y por eso soy gay», explica Diego.
Para «sacárselo», el procedimiento era casi siempre igual. Delante de todos, en fila, adictos a las drogas, al alcohol y homosexuales eran sometidos a una especie de exorcismo en el que el éxito solo se alcanzaba si el pastor lograba que se desplomaran, entrando en trance, al suelo.
«Había personas que caían, que se daban golpes, que estaban como poseídos, pero a mí nunca me ocurrió. Estuve en un momento muy duro psicológicamente, pero ahora, más maduro, sé que lo que tengo que liberar no es un grito, sino abrir mi corazón», dice este joven.
Curar los prejuicios
Ninguna historia en esta iglesia es simple ni fácil.
Por ella han pasado personas que estuvieron al borde del suicidio, que se sentían abandonadas, rechazadas incluso en casa y fuera de ella.
«Aquí nos recibieron de brazos abiertos, no hay prejuicios ni nada de eso», resume Katia Maria Soares, ama de casa de 29 años que hace dos dejó a su marido por Carolina, con quien cría los tres hijos que ambas tuvieron en sus matrimonios anteriores.
Si no estuviera aquí, probablemente estaría en casa tirado y borracho, sintiéndome vacío», dice Joao Barbosa, un enfermero de 47 años, que asiste a esta iglesia desde sus inicios clandestinos en un apartamento
En este país profundamente religioso y homofóbico, este espacio es un refugio, un bálsamo.
«Si no estuviera aquí, probablemente estaría en casa tirado y borracho, sintiéndome vacío», dice Joao Barbosa, un enfermero de 47 años, que asiste a esta iglesia desde sus inicios clandestinos en un apartamento, mucho antes de tener diez sedes repartidas por Brasil.
El culto es igual que cualquier otro. No hay banderas gays ni consignas escritas en las paredes, son tres horas de alegres cánticos con banda de música en vivo, danzas y lecturas bíblicas. Al final de la sesión, como otras iglesias, pide donaciones.
Sin embargo, en la última fila, dos señoras parecen no estar disfrutando del show. Una de ellas, cuenta Fabio, se enteró recién que su hija es lesbiana y prometió hacer un escándalo cuando suba a cantar al altar. Pero, al final, desiste y se va antes que termine la misa.
Eso ha pasado otras veces, dice el pastor.
«El proceso de cura que nosotros hacemos aquí es contra el prejuicio, porque el prejuicio sí que es una enfermedad que debe ser curada», resalta su marido.