El autobús es pequeño y apenas hay espacio para su trayecto que por un lado tiene a la montaña y por el otro un precipicio. El camino está lleno de curvas. Los árboles, verdes amarillos y rojos, se empinan por encima de las nubes. Los puentes colgantes se aparecen a lo lejos y el río Iya acompaña ruidoso, desde el inicio hasta el final del recorrido.
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No estamos en una película de animación japonesa, sino en la Isla de Shikoku, prefectura de Tokushima y rumbo a Nagoro, la aldea de los muñecos.
Hace 60 años Nagoro tenía cientos de habitantes, había trabajadores, niños, vida.
Sin embargo, la gente ha ido muriendo, el trabajo se acabó y los más jóvenes han preferido irse de este lugar, desmotivados básicamente por la dura ubicación geográfica.
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