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Una multitud de partidarios de gobierno de Nicaragua empujó, golpeó y arañó al cardenal Leopoldo Brenes y a otros líderes católicos cuando intentaban entrar a la Basílica de San Sebastián. “¡Asesinos!“, les gritaban. Un obispo auxiliar fue acuchillado en un brazo con algún tipo de objeto afilado.
La desagradable escena vivida en la normalmente tranquila localidad de Diriamba, a una hora en coche al sur de la capital, Managua, fue un dramático ejemplo de lo rápido que la ola de disturbios agrió la relación entre la Iglesia Católica y el asediado presidente Daniel Ortega.
La iglesia desempeñó un papel de mediación entre el gobierno sandinista de Ortega y los disconformes, quienes exigen su renuncia en medio de protestas y disturbios que causaron unos 450 muertos, la mayoría manifestantes.
Pese a esto, la institución está cada vez más señalada por Ortega y sus partidarios, reviviendo las fuertes hostilidades entre la base sandinista y la jerarquía eclesiástica vividas en la década de 1980. Esta situación parecía superada en los últimos años, cuando el comandante guerrillero había formado una especie de alianza con los obispos que en su día fueron críticos con su movimiento.
Brenes, arzobispo de Managua, acudió a Diriamba el 9 de julio, un día después de hablar con sacerdotes de allí por teléfono y escuchar disparos y ambulancias. Se encontró con médicos y enfermeros que solían atender a los manifestantes heridos y ahora se refugiaban dentro de la basílica, rodeados por fuerzas progubernamentales.
“Había un temor de que entraran a la iglesia para sacar al grupo de personas que estaba allí refugiado”, dijo el sacerdote de la parroquia, Cesar Alberto Castillo Rodríguez.
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Pese a los disturbios en la entrada, la delegación de Brenes, en la que estaba el máximo representante del Vaticano en el país, pudo evacuar a la gente del templo.
Dos semanas después, y aunque hay una masiva presencia policial, la iglesia está cubierta con pintadas en favor del gobierno.
“Mi comandante se queda”, dice una en alusión a Ortega, mientras que otras contienen insultos vulgares. Están firmadas con las siglas “JS”, de Juventud Sandinista, una organización progubernamental que actuó como tropas de choque contra los manifestantes.
La basílica reanudó sus servicios pero, como ocurre en muchas otras parroquias de Nicaragua, no oficia misa por la noche, cuando la policía y las milicias armadas proOrtega mandan en las calles.
Nos dimos cuenta de que la gente no estaba llegando”, señaló Brenes.
La Iglesia, que es básicamente la última institución independiente en la que confía gran parte de los nicaragüenses, está siendo testigo de los turbulentos cambios de Ortega, quien parece haber recuperado su posición tras el desafío más serio a su gobierno en más de una década en el poder.
En abril, el presidente pidió a la Iglesia que mediase en las conversaciones de paz. Pero el diálogo colapsó rápidamente cuando quedó claro que no adelantaría las elecciones previstas para 2021.
La semana pasada, Ortega acusó a los obispos de estar aliados con los golpistas y de permitir el almacenamiento de armas en las iglesias _ sin ofrecer pruebas _ y dijo que estaban “descalificados” como mediadores.
Pero días después dio marcha atrás apuntando que esperaba que la institución siguiese como mediadora e insistiendo en que no hay persecución gubernamental.
“La estrategia de Ortega con la Iglesia siempre ha sido encantar o intimidar”, apuntó Henri Gooren, antropólogo de la Oakland University en Michigan y editor de la Enciclopedia de Religiones Latinoamericanas. “Creo que se dio cuenta de que el encanto no está funcionando (…) así que todo lo que puede hacer ahora es intentar intimidarlos, intentar restarles credibilidad”.