Seis menores viven en un pequeño departamento entre extranjeros en esta ciudad del norte de Irak. El “hombre de la casa” es un muchacho de 18 años, que todos los días trabaja en lo que puede para pagar el alquiler. Su hermanita de 12 años es la “madre”, encargada de cocinar, limpiar el sitio y cuidar a sus hermanos menores.
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Son oriundos de una aldea a menos de una hora de auto, pero no pueden volver: Combatientes chiítas quemaron su casa porque su padre militaba en la organización Estado Islámico. Además, temen represalias de sus vecinos por el terror sembrado por esa agrupación cuando controló la zona.
Los chicos de la familia Sileiman están librados a su propia suerte. Su padre está preso y su madre falleció hace varios años. Están traumatizados por la muerte de seres queridos en la guerra y por los problemas de su familia. Tratan de no llamar la atención, temerosos de que sus vecinos se enteren de sus conexiones con el EI.
“Estoy cansada”, dice Dawlat, una pequeña niña de 12 años, de rostro solemne. “Mi madre me visita en mis sueños. Me asusto cuando se va la luz de noche. Me encantaría que mi padre y mi madre estuvieran aquí conmigo”.
Miles de hijos de militantes del Estado Islámico, muchos de ellos abandonados, son víctimas inocentes de la brutalidad que mostró esa organización. El estigma que los acompaña refleja hasta qué punto la fábrica social de Irak fue afectada por los tres años de gobierno del Estado Islámico sobre buena parte del norte y el oeste del país.
Cuando los musulmanes suníes de EI tomaron esos territorios en el 2014, masacraron a musulmanes chiítas, curdos, cristianos, yizadis, musulmanes suníes y los miembros de la policía o las fuerzas armadas que caían en sus manos. Hicieron que mucha gente se escapase, a menudo destruyendo o entregando a otros sus viviendas.
EI impuso una versión radical de la ley islámica sharía sobre los mismos suníes, matando a muchos que la violaban o a quienes se oponían a su presencia. Algunos suníes iraquíes se unieron el grupo, ya sea por convicción o en busca de beneficios económicos. Muchos más fueron víctimas del EI. Informantes entregaron a sus vecinos, que recibían castigos que iban desde latigazos hasta un balazo en la cabeza en una plaza pública.
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Ahora que el EI ha sido expulsado de casi todos los territorios conquistados, sus víctimas quieren venganza.
Un jefe policial de la provincia norteña de Nineveh dijo que sabía de al menos 100 viviendas de Mosul que fueron demolidas porque había miembros del EI residiendo allí. Numerosas familias vinculadas con el EI fueron baleadas y les tiraron granadas a sus casas, señaló.
Miles de iraquíes están presos por sus presuntos lazos con EI y no se sabe cuántos militantes de la agrupación murieron en la guerra. Potencialmente, hay miles de menores sin un jefe de familia y, con frecuencia, sin la madre.
El estigma que los rodea es muy fuerte.
No es inusual que otros familiares directos se nieguen a hacerse cargo de los menores que se quedaron solos, de acuerdo con una funcionaria de una organización que les busca vivienda a estos niños. Sus familiares temen ser mal vistos y sufrir represalias si los ayudan, indicó, hablando a condición de no ser identificada porque no estaba autorizada a comentar el trabajo de su organización.
La mayoría de los hijos de combatientes de EI viven con los cientos de miles de personas desplazadas que se encuentran en campamentos de refugiados. Mas de un millar viven con madres encarceladas en centros penitenciarios sobrepoblados o están en centros de detención para juveniles.
Unas pocas docenas fueron a parar a orfanatos. Uno de Bagdad está protegido por la policía porque ya hubo tres atentados frustrados contra el lugar.
Los menores que son blanco de tanto resentimiento se sienten muy traumatizados, por la guerra, por la vida con el EI y por su presente.
En un orfanato de Mosul, una niña de nueve años llamada Amwaj dijo que su padre murió peleando con el EI. Su casa fue destruida por bombardeos que mataron a su madre y a tres de sus hermanas. Vio cómo desenterraban el cadáver de su madre de entre los escombros.
“Tenía la cara cubierta de sangre”, relató.
La niña parecía como perdida. Con lágrimas en los ojos, hablaba con una voz casi inaudible. En el orfanato se hace cargo de tres hermanos, uno de diez años y dos menores que ella.
Dice que su padre le daba dinero para comprar papitas fritas y gaseosas. Sueña que él vendrá a buscarla al orfanato y se la llevará a su casa. Sueña también que su madre le peina el cabello.
Dawlat, su hermano de 18 años Saleh y sus hermanos –Abdullah, de 16 años; Adam, de ocho, Umaimah, de seis, y Dawoud, de cuatro– cargan sobre sus hombros con múltiples tragedias de la época en que vivieron bajo el gobierno del EI en las afueras de Hawija.
Dicen que fueron víctimas del EI, de los enemigos de EI y de su propio padre, que arreglaba generadores y se unió a esa organización. Una hermana mayor murió al estallar una bomba en una carretera cuando trataba de escapar de allí.
La dinámica familiar fue afectada por la revelación de que el padre había abusado de una de sus hijas. Saleh lo confrontó y vivieron barios meses como enemigos bajo el mismo techo. Varias veces se trenzaron a puños. Saleh confiesa que pensó en matar a su padre de noche, “pero dormía con su revólver a su lado”.
Para vengarse, su padre lo delató al EI, diciendo que vendía cigarrillos, algo que estaba prohibido bajo la ley sharía. Los combatientes azotaron a Salah.
El muchacho se escapó a territorio curdo en marzo del 2016 y estuvo detenido seis meses bajo sospecha de que pertenecía al EI. Salah dijo que lo colgaron del techo por las manos y le golpeaban la planta del pie.
La hermana que había sido violada por el padre fue casada con un combatiente del EI, que más adelante murió. A los 14 años se casó con un policía, del que fue su segunda esposa, y vivió en un campamento para desplazados.
El EI, mientras tanto, consiguió una segunda esposa para su padre, obligando a una mujer chiíta a casarse con él. La mujer, cuyo marido había muerto, tenía cuatro hijos.
Dos meses después, fuerzas iraquíes tomaron Hawija. El padre se afeitó la barba para borrar cualquier indicio de que pertenecía al EI y escapó con su familia, mezclándose con las miles de personas que trataban de irse.
Pero su nueva esposa lo delató y combatientes curdos se lo llevaron. Sus hijos no lo han vuelto a ver desde entonces. Se quedaron con su madrastra, que no quería saber nada de ellos. De hecho, Dawlat y sus hermanos no saben su nombre.
Los menores fueron llevados a un campamento para desplazados, donde estuvieron casi un año. Hasta que el esposo de una de sus hermanas les consiguió un departamento en un barrio curdo pobre de Kirkuk.
Viven rodeados de vecinos de una comunidad que fue perseguida por EI y Saleh teme que los puedan descubrir. Familiares les han dicho que no estarían a salvo si regresan a su ciudad.
“Con frecuencia tengo ganas de llorar. Estoy extenuada. Siento que tengo 30 años después de todo lo que pasamos”, dice Saleh.
Dawlat cocina tres comidas diarias. Mientras sus hermanos menores van a la escuela, ella limpia la casa, hace las camas, lava los platos y la ropa. Sonríe el contar que puede cocinar lentejas, papas y pollo, aunque admite que el arroz todavía no le sale bien.
Hay momentos en que una sonrisa ilumina el rostro de Dawlat. Cuenta que le gustaba ir a la escuela y que todavía espera poder ser médica o maestra.
Espera poder casarse pronto. En las zonas rurales de Irak, las mujeres se casan a temprana edad. Una vez casada, dijo, la religión le permitirá usar cosméticos. “Me gustaría ir al peluquero. Nunca estuve en una peluquería”, expresó. “Me gusta mi cabello largo, pero quisiera teñírmelo de otro color”.
De repente, la realidad vuelve a abrumarla y recuerda a su padre.
“Lo quería mucho. Lo quiero de nuevo con nosotros”, dice casi susurrando, para que Saleh no la escuche.