Ya no tiene qué ver con el incremento a los precios del metro.
PUBLICIDAD
Al principio, la decisión del gobierno de aumentar en 30 pesos el costo del boleto del más moderno sistema de transporte de Latinoamérica no generó mucha atención fuera de Chile. Pero dentro, los chilenos comenzaron a enfurecerse. Una semana después, estudiantes de bachillerato lanzaron una protesta de cuatro días para saltarse los torniquetes en protesta por el incremento.
Cientos de jóvenes molestos se lanzaron al metro y, sin ninguna advertencia, el 18 de octubre algunos incendiaron las estaciones, luego los trenes. Después, el blanco de los ataques –y de las llamas– fueron tiendas, supermercados y farmacias. Sin transporte público, cientos de miles quedaron varados. Pero en lugar de culpar a los estudiantes, los chilenos de prácticamente todos los sectores sociales comenzaron a protestar en redes sociales y a convocar a manifestaciones contra el gobierno por años de malos manejos.
Las calles de Santiago dieron paso entonces a protestas masivas que culminaron el viernes con más de un millón de personas en el corazón de la capital de Chile y otras ciudades importantes del país, en la manifestación social más grande que haya visto el país, según varios historiadores.
Y mientras el mundo se sigue preguntando cómo es posible que un país moderno y próspero como Chile haya caído en el caos, una nueva protesta congregó el domingo a más de 15.000 personas en el parque O’Higgins, en el centro de Santiago. Ahí, los chilenos dijeron que el incremento en el precio del boleto del subterráneo fue sólo la chispa que hizo estallar años de frustración con la forma en que los gobiernos han actuado para hacer del país una de las principales economías en América Latina.
“Lo que queremos los chilenos es un trato igualitario para todos, que la torta sea repartida de forma pareja”, dijo Mario González, de 34 años, quien dirige un negocio de impresión de playeras. “Lo que pedimos no son las cosas gratis, solamente queremos pagar lo justo”.
Jóvenes, viejos, pobres, clase media, todos los manifestantes dicen que aquello que los une es la frustración con el modelo neoliberal que ha llevado a Chile a ser un país próspero, pero con un ampliamente criticado sistema privado de pensiones, además de unos sistemas de educación y salud que mezclan lo público y lo privado, con mejores resultados para la minoría que puede pagar. Muchos chilenos dicen que deben esperar un año o más para lograr una consulta médica con un especialista o gente que recibe llamadas para arreglar citas para familiares que murieron meses atrás. Cientos de miles se ven limitados por préstamos educativos que no terminan de pagar sino hasta que tienen 40 o 50 años.
“Los países con altos niveles de desigualdad, como Chile, son como los alcohólicos en recuperación. Pueden estar bien por muchos años, pero no deberían olvidar que tienen un problema”, dijo Patricio Navia, profesor del Centro de Estudios para América Latina y el Caribe de la Universidad de Nueva York. “La desigualdad es una amenaza para la estabilidad de Chile”.
PUBLICIDAD
Alexis Moreira Arena, de 37 años, y su esposa Stephanie Carrasco, de 36, viven cómodamente en la clase media, pero él tiene que destinar el 10% de su salario a un sistema privado de pensiones que genera ganancias constancias a sus directivos, pero sólo alcanza para que la gente tenga una pensión del equivalente a unos 300 dólares al mes, apenas una tercera parte de lo que un jubilado necesita para vivir. Ella toda sigue pagando mensualmente un estimado de 110 dólares por un crédito escolar, lo cual representa un 10% de su ingreso. Otro 30% es para el kínder privado para su hijo de dos años.
“Es una serie de problemas que se juntan: transporte, educación, fuertemente el tema de salud, porque aquí la salud pública también funciona súper mal “, dijo Moreira. “Sobre todo es una cuestión de desigualdad”.
Los manifestantes en el Parque O’Higgins coincidieron que la decisión del presidente Sebastián Piñera de solicitar la renuncia de todo su gabinete no calmará las calles. Casi todos hablaban de que las protestas continuarán hasta que vean cambios fundamentales en el sistema chileno, empezando con la sustitución de la Constitución de 1980, escrita bajo la dictadura militar de Augusto Pinochet, la cual creó las bases legales para la economía de mercado con la que opera el país. En Twitter, Instagram, Facebook y WhatsApp ya se convocaba el domingo a protestas para toda la semana.
“Toda la Constitución me molesta”, dijo Alan Vicencio, de 25 años y quien trabaja en un centro de atención telefónica, para quien la máxima ley permite “la privatización de todos nuestros aspectos de la vida… y lo ha venido haciendo desde hace más de 30 años”.
Visto de lejos, Chile es considerado un país con una historia de éxito, con presidentes electos democráticamente tanto de derecha como de izquierda, una política de libre mercado que ha potenciado el crecimiento, una baja en la pobreza y con uno de los niveles más altos en el Índice de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas, que mide tanto esperanza de vida, como niveles educativos e ingreso per cápita.
En 2010, Chile se convirtió en el segundo país latinoamericanos en ingresar a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), después de México. En un mes, Piñera será el anfitrión del foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico y luego, en diciembre, de la conferencia 25 sobre cambio climático de la ONU.
Pero las cosas no van tan bien como puede mirarse desde fuera: un reporte de la ONU de 2017 señaló que el 1% más rico de la población acumula el 33% de la riqueza del país, lo cual ha convertido a Chile en una de las naciones más desiguales de la OCDE, ligeramente peor que México. El mismo Piñera es un multimillonario, uno de los hombres más ricos de su país.
Roxana Pizarro, una profesora de kínder de 52 años, llegó al Parque O’Higgins con una pancarta: “Marcho por mi mamá que tiene 76 años y sigue trabajando 7 días a la semana, porque su miserable pensión no le alcanza”.
Pizarro dijo que su madre, una mujer que se jubiló tras laborar en una empresa de ropa, cocina en casa y vende empanadas y pan en su vecindario en las afueras de Santiago, regularmente hasta las 11 de la noche, para poder contribuir y ayudarla, además de a sus dos nietos. Su pensión es de apenas el equivalente a 165 dólares al mes.
“La gente que ve a este país próspero, este país que es visto como la estrella de América Latina, donde están los rascacielos… donde se venden cuatro Maseratis en un mes, y donde hay un distrito de lujo donde venden carteras que valen tres millones de pesos”, dijo Marta Lagos, directora de la firma encuestadora Latinobarómetro. “¿Y dónde están ellos respecto a cinco años atrás? Están estancados. Y esos 30 pesos del alza del metro terminaron de rebasar ese vaso. Dijeron: hasta aquí, no más, llegamos. Nos aburrimos de esperar”.