Cuando cruzaba en bicicleta el Puente George Washington sobre el río Hudson, Martín Morales era otro aventurero de los fines de semana, que disfrutaba un paseo por Nueva York y sus alrededores.
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Para su familia, sin embargo, el selfie que Morales se tomó en el puente durante una de las salidas que tanto le gustaban, es un recordatorio de lo lejos que había llegado: Se había ido de su remoto pueblo en el sur de México, siguiendo los pasos de su hermano mayor Javier, e iniciado una nueva vida en Estados Unidos.
Hasta que el coronavirus les causó la muerte a ambos, con un día de diferencia.
El 6 de abril, Javier, quien inmigró a Estados Unidos hace unos 30 años y sacó la ciudadanía, falleció por complicaciones asociadas con el virus en un hospital de Nueva Jersey. Tenía 48 años. Al día siguiente el virus se llevó también a Martín, quien tenía 39.
«Javier fue el primero que inmigró. Quería vivir el sueño americano», expresó Sheila Cruz Morales, cuya madre es prima hermana de los Morales. Martín le siguió casi diez años después y se le unió en Teaneck, Nueva Jersey.
«Querían estar cerca el uno del otro y Martín trató de adaptarse, como había hecho mi tío Javier», señaló.
En Nueva Jersey vivían en el mismo edificio, uno en un piso el otro en el siguiente, junto con otros inmigrantes de Santa Catarina Yosonotú, un pueblo de unos 1.800 habitantes en el estado de Oaxaca.
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Se trata de una localidad montañosa a cinco horas de auto de la capital estatal, donde casi nadie tiene teléfono ni servicio de internet. Llamar a la familia desde Estados Unidos implica discar el número de un kiosko y decirle a quien atienda que por favor busque a determinada persona. El sistema funciona porque el pueblo, donde la gente habla mixteco, es una comunidad muy unida.
«Todos nos conocemos», dijo Rogelio Morales, de 32 años, un primo que imitó a Javier y Martín Morales y se fue a Estados Unidos.
Javier partió alrededor de 1990, después de que su padre fuese asesinado a tiros por una disputa de negocios, según familiares. Trabajó en el cultivo de frutas en California antes de radicarse en Nueva Jersey, donde vivía un conocido de su pueblo.
Se casó, tuvo una hija que es asistente de médico y trabajó manejando un camión de una empresa que alquila muebles para eventos especiales. A lo largo de los años ayudó a que más de una docena de personas que inmigraron desde Santa Catarina consiguiesen casa y trabajo.
«Nos daba seguridad, era el faro de luz que teníamos todos aquí», expresó Rodrigo Morales.
Martín Morales se le unió a su hermano cuando tenía 17 años. Era más callado que Javier y le interesaba la política. Trabajaba en un depósito. Se casó y tuvo tres hijos. Les compró bicicletas a todos. Salían a pasear en familia y también se iba solo.
Los fines de semana no era raro ver a los dos hermanos frente a la casa, lavando sus camionetas y jugando con sus hijos. Celebraban juntos los cumpleaños, feriados y cualquier otro evento familiar, según Cruz Morales.
Javier se había divorciado y planeaba casarse de nuevo, con una mujer que había cortejado durante sus visitas a Santa Catarina.
La última visita de Javier a su pueblo fue en marzo, cuando él y Rogelio Morales fueron a un festival religioso. Al volver se sintieron mal, y lo atribuyeron al jet lag y a tanto festejo. Pero diez u once días después, Javier fue a un hospital. Después a otro. Aislado de su familia y conectado a un respirador, falleció el lunes. Su hermano, enfermo y abatido, murió al día siguiente en su casa.
La familia ha estado tratando de hacer llegar sus restos a Santa Catarina. Su madre todavía vive allí y sus parientes dicen que los dos hermanos se enorgullecían mucho de su cultura y de su condición de descendientes de los pueblos originales de Oaxaca a pesar de haber vivido tanto tiempo afuera.
«Su pueblo era un lugar muy, muy especial para él», dijo Cruz Morales, aludiendo a Javier.
«Nosotros creemos que para descansar en paz, debemos estar en nuestra tierra, junto a nuestros ancestros».