- Diletante
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No sé desde dónde escribo, porque no tengo mi cuerpo hallado. Nadie sabe donde está. Dicen que está, pero no lo percibo. Algo pasó que entré a un estado de conciencia enrarecido. Pero veo, entiendo, aún sin el cuerpo que echo en falta.
Mis recuerdos finales vagan incorpóreos mediante comunicaciones o telepatías o lenguajes muy extravagantes. Pero no son mis recuerdos; son los de otros que me inmortalizan, supongo. La verdad es que no sé por qué.
Esas imágenes medio prestadas, medio mías sin embargo, no transmiten las últimas vejaciones de mis huesos y mi negra piel. No podría transmitirlas tampoco; serían como un aullido sordo desde donde se supone que estoy, aquí donde el sentido del tacto no existe.
El conato fue duro. Eso sí lo recuerdo. Las imágenes trastornadas van a saltos desde esta lucidez rara en los espacios y tiempos en los que habito ahora. Siento el cuerpo perdido, pero no al cuerpo en sí. Disculpen si me repito o desvarío, pero el trance escapó a mi control. Me hicieron una encerrona. Nunca encontraré una explicación del motivo. Son seres muy complejos.
Ahora preveo ese momento final: una escena salpicada de insultos, vacíos y horrores.
Se hacía tarde. Ya estaba oscuro y como es habitual pernoctaba en un centro de comercio en la capital. Solía dormir en esa zona. Tenía hambre y andaba rebuscándomelas para llenar la panza antes de caer en sueños. Cualquier cosa valía para la tripa.
De repente oí unas voces familiares; tuve la esperanza de que esas manos me alimentarían otra vez. Y no puedo asegurarlo, pero esas manos, caprichosas y de raros afectos, esta vez venían crispadas y en compañía. No las veía, pero venían armadas. Mi instinto es implacable en estas cosas. Traían el olor y las vociferaciones de la violencia por delante. Estaba todo erizado ése que era mi cuerpo. Hoy sólo lo comprendo, porque se me desprendieron los sentidos. O me los desmebraron de alguna forma extraña. No sé bien.
Me pregunto como cuando Neruda recibía mis silenciosas inquisiciones y no hallaba respuesta. Pienso en ese sintiempo del verso. En realidad me pregunta él ahora, porque ya no sé hacer las preguntas yo mismo. Pero rememoro y parece que voy dando saltos en el campo: “… me pregunta / sin hablar / y sus ojos / son dos preguntas húmedas, dos llamas / líquidas que interrogan / y no respondo, / no respondo porque / no sé, no puedo nada”.
Un chirrido espantoso me indicaba que otra vez se cerraban las compuertas de la galería. El remate del enrejado produjo un estrépito que no había percibido antes. Ya no había escapatoria. También olfateé el miedo de esas manos cargadas de sangrado porvenir.
Los espectros jadeantes en la penumbra eran quienes conocía, en efecto. Mas sus intenciones esta vez me cegaban al verlas. Tenían el oscuro rostro de la maldad. Ahora los saltos no eran los del campo; eran velos que daban saltos en la continuidad de mi conciencia evanescente que se apagaba poco a poco, palo a palo.
No guardo rencor. ¿Cómo se puede tener encono hacia la ignorancia?
Creo que fui perro.
(A Cholito).
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