Opinión

Apóstatas, ateístas y creencias (parte II)

  1. Diletante

Apostatar implica renunciar a la fe por temor o bien por la determinación de la voluntad a renunciar a un sistema de creencias que se somete a una revisión crítica, revisión emanada desde el fuero interno. Hago hincapié en la expresión “sistema de creencias”, cuando bien podría haberla reducido a “creencias”, simplemente. Hay matices no inocentes en la distinción.

Una creencia sin más, se constriñe al estricto ámbito del individuo, la cual, en aras de la argumentación, no obsta al hecho de ser compartida por una colectividad. Ocurre una desafectación o, contrariamente, una vinculación con la comunidad. Y puede ir desde simples vaguedades, pasando por supersiticiones, o bien llegar incluso a los principios teologales de una fe.

Cuando enfatizo “sistema”, apunto a un conjunto de estructuras del pensamiento que condicionan la función social del sujeto.

Es decir, el sistema presupone la existencia de una determinada comunidad de antemano. Está establecido como un “a priori”, quiero decir, y no depende de caprichos y o convicciones. En suma, un sujeto puede o no decidir tener creencias, pero los sistemas de creencias son prescindentes de él.

A la luz de esta reflexión comenzamos a dilucidar que los sistemas de creencias son concebidos por una masa informe de personas que asumen convencionalmente ciertos estereotipos valóricos que luego condicionan su actuar con el denominador común de una cierta moral.

Adicionalmente, los sistemas de creencias estructuran aquello que otorga identidad de una comunidad. O sea, no sólo estructuran la facultad del entendimiento de los individuos, sino también a la propia dinámica sociocultural. En este sentido, los sistemas de creencias comportan un germen, digamos, ideológico; la mera creencia navega en una semántica más superficial y espúrea. Puedo creer, por ejemplo, que la invasión de las hormigas en verano augura un invierno lluvioso.

A quien se declara ateo, a su vez, le llamo “ateísta”, porque si nos atenemos estrictamente a la definición, esto es “el sin dios”, prácticamente una traducción lineal de la raíz etimológica de la palabra, apenas aludimos a una creencia de manera superficial, cuando en realidad creer en la no existencia implica un sistema de creencias.

El ateísta no es tan sólo un huérfano escatológico. Por supuesto que hay el caso muy excepcional de quien nunca ha sido introducido a la idea de la divinidad, perviviendo en un limbo “salvaje” del pensamiento. Pero es de interés la reacción del primero, pues nace de un contrapunto dialéctico respecto de los sistemas de creencias teístas.

Quien cree en el ateísmo se ubica, por una lógica de contraste, en un sistema de creencias que modula su actuar en o ante la comunidad.

No concuerdo con que la carga de la prueba de la existencia recaiga en el “creyente”. El “no creyente” también debe demostrar sus fundamentos antes que descansar en la pereza reaccionaria, que en último término no pasa de un berrinche equivalente al del primero si se quiere.

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