- Capellán UC. Twitter: @hugotagle
Y llegó el triduo pascual: viernes santo, día de la cruz; sábado, de espera; domingo, de Resurrección. La iniciamos el domingo pasado, de Ramos, en que miles de hombres y mujeres llegaron a templos, escuelas y capillas con ramos para celebrar la entrada de Jesús en Jerusalén. Fue fiesta de alegría. La fe no es triste. Nosotros somos los tristes. La verdadera fe lleva a llenar más el corazón, da sentido a la existencia, infunde nuevos bríos y ganas de vivir. Una fe que no regale esperanza, no es fe enraizada en Dios. Cuando no se cree o se cree mal, abunda la tristeza y pesimismo.
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El viernes rememoramos la pasión y crucifixión de Cristo. ¡¿Quién no carga una cruz o dolor?! Alguna enfermedad, problema familiar, dificultades con los hijos, problemas laborales. Soledad o desánimo. Aquí se nos regala la oportunidad de confiarle esa cruz o dolor a Dios, decirle sí y asumirla con paciencia y esperanza. No es una fatal resignación. Debemos hacer todo lo posible por sanar heridas o aliviar dolores. Pero llega un punto en la vida en que haremos bien en asumir esa cruz que la vida nos mandó y convivir con ella. Pienso en la muerte de un ser querido, a quien no podremos tener físicamente de nuevo con nosotros. O alguna dificultad con un hijo o hermano. Mejor decir sí ante lo definitivo, rezar por él y convivir con ello en paz.
Quien se hace cargo de sus cruces y dolores, las llena de sentido de trascendencia, crece en humanidad y comprensión ante el dolor ajeno. Se encuentra un contacto con el Creador a través de ellas; se es más feliz y se vive con mayor sentido la vida presente.
Quien no ha sufrido, quien no ha sabido cargar sus dolores, no conoce el otro lado de la vida. Para el cristiano la cruz no es el fin de la existencia. Ellas adquieren sentido en la vida plena que se nos regala en Cristo resucitado. Ese es el término de semana santa. De ahí la majadera esperanza de la fe cristiana. Un cristiano ve siempre la luz al final del túnel, la solución a un lío amargo. Con fe, todo lo podemos; sin ella, los problemas aumentan, se hacen más pesados, la vida más plana y gris.
Cristo resucitado es como esas flores que salen en el desierto norteño. Donde hay piedras, tierra aparentemente infértil, surgen, luego de una garúa leve, miles de flores que alegran el paisaje. A quien vive la Pascua de Resurrección le florece el corazón. Dice el papa Francisco que la alegría pascual nos lleva a «salir de sí mismo para ir al encuentro del otro, estar al lado de los heridos por la vida, compartir con quien carece de lo necesario, permanecer junto al enfermo, al anciano, al excluido. El amor es más fuerte, el amor da vida, el amor hace florecer la esperanza en el desierto».
Los huevos de Pascua del domingo, que llenan escaparates y tiendas, son signos de esa nueva vida que nos trae Cristo. Lo invito a que compre algunos y los regale. Rompa su dieta y cómase uno. El chocolate nos hace bien. La Resurrección de Cristo, más aún.
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