- Diletante
Toda materia es objeto de corrupción; todo cambia. Es un proceso de la naturaleza el malear sus elementos. ¿Y qué pasa en los dominios abstractos de lo social y espiritual humanos?
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Se supone que mediante el contrato social acordamos mutuamente cautelar el bien común para el progreso de la sociedad. El ejercicio de la política consiste precisamente en esto. Y aunque la corrupción trascienda la esfera de la política, ella misma opera como visagra natural entre todo ciudadano y los que dicen ser sus representantes, y que de facto lo son.
El corrupto persigue sus propósitos personales a costa de sus semejantes.
Ignora u opta deliberadamente por ignorar los alcances del hecho social. Traiciona la fe pública. Lo que lo mueve es tomar ventajas desde su posición privilegiada respecto de otros conciudadanos para obtener aún mayores ventajas mediante contubernios con sus pares “afortunados”, ventajas en las formas del dinero y el poder, no obstante entidades usurpadas de la propiedad y soberanía de todos, respectivamente.
Pero a éste no le mueven por necesidad los beneficios concretos del vicio, que podrían aparecer como los más inmediatos y evidentes. Este individuo tiene una afectación de orden psicológico consistente en unas carencias que canaliza en voracidad y glotonería. La vanidad acaso le lleve a creer conciente o inconcientemente que tiene el derecho de privilegio. No obstante, sabe perfectamente que el acto de desfalco social es un antivalor. Allí veo sólo perversión.
El corrupto es quien siempre que es sorprendido está con las manos en la masa, porque amasa, y amasa ideas que al contrario, la mayor parte del tiempo permanecen ocultas en el hondo misterio de la hipocresía y el cinismo, de la pequeñez humana.
El discurso del corrupto es incluso temerario en sus engaños, y por eso causa tanta exaltación y violencia al quedar de manifiesto. Y es que explícitamente declara su intención de cautela por el bien público. Éste, con tintes melodramáticos alardea de su sacrificio en las funciones y deberes públicos por el bien de la nación. En su camaleónico y calculado carisma radica el mayor peligro, pues su pseudo simpatía es la mascareta de sus hechizos.
Cada vez que apuntamos inquisitivamente a la corrupción se nos olvida que nosotros somos los que damos el pie y la permitimos, y que no son tan sólo unos pocos los corruptos, sino que la sociedad toda está corroída.
Si confiamos nuestras arcas una y otra vez a unos bandidos, es nuestro problema. Si delegamos o, más aún, doblegamos la principal dimensión de nuestras respectivas voluntades al sanguijuela, es nuestro problema también.
Corrompemos nuestra propia esencia cada vez que capitulamos y les concedemos representación. No vayamos después con reclamos y pancatartas ridículas porque bien se ve que el carbón que alimenta a esta locomotora nace de las voluntades particulares; esto es, de la falta de coraje nacional, o sea del borregaje nacional.
Estos sujetos están intoxicados de dinero y voluntades ajenas. Allá ellos y su naturaleza tóxica. Pero lejos allá.
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