- Comunicador multifacético, experto en marketing y redes sociales y emprendedor por naturaleza.
Lo que más les cuesta comprender a los políticos conservadores, por una suerte de fe discursiva, es que en Chile el asunto de la meritocracia es realmente complejo. En general, muchos de ellos sienten que el esfuerzo entrega recompensas relativas que pueden ser sinónimo de felicidad y realización. El que no vive ese escenario, no siente la queja. Es casi imposible.
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No es culpa de ellos en muchos casos (hay quienes son hijos de quienes diseñaron estas políticas, a esta altura), pero no basta sólo con la empatía. No es sólo mirar al amigo del barrio pateando piedras y no sacando postgrados. Sin paternalismos. Sin verlo como una cosa menor. Es eso. Es eso lo que vemos en nuestros barrios muchas veces. Es lo que no podemos explicarles. Pero no de antojados ni resentidos. Es que es otra cultura. Es otra posibilidad. Es que no tenemos herencias. No hay capital económico o social que nos proteja. Somos nosotros y el mundo. Y Chile son demasiados países juntos. Se puede viajar en ellos. Pero no nos podemos radicar por completo en uno u otro así como así. Eso es el clasismo, el racismo, el valor de la interfaz.
Lo terrible: nuestra sociedad está hecha de caretas. De forma. De portada. Pero por dentro, o es un libro vacío, o es un libro lleno con una presentación mala. Pero esa presentación a veces es más importante: entrega ciertas garantías silenciosas para algunos. Es el acceso a la confianza.
Cierta estructura de asilvestramiento juega en contra. Ésa es una evidente falta de educación que no tiene que ver con conocimiento, sino con ver más allá del momento. Vivir bajo la amenaza como primera respuesta. Que un insulto arregla el día. Es ahí donde radica también esa mermelada negra. Como si soportar los embates diarios también entregase un lugar en el mundo, los dirigentes predican. Todo esto está bañado en formato religión. Es compatible con esas ideas.
Pienso en ello cuando veo el rechazo que despertó la historia del chico que se fugó de su casa y se quedó en un hotel por miedo a decirles a sus papás que ya no quería estudiar lo que había estudiado. Esa ola de “a mí no me lo aguantarían”.
A mí. Ahí esta el error. Y a la vez, el sentido de la primera conversación. Tanto a los papás de él como a ti no les importa el otro. Nada. Tanto que el chico cree que no estudia para él. Se importan demasiado a ellos mismos.
Muchos se reían del muchacho éste, por su “privilegio” y me dan vueltas dos ideas: una es que él no lo sabe, y no tiene cómo. Y la otra es que para él, el privilegio no es tal. Entonces, reírme de él, es reírse de una desgracia. El miedo es una desgracia sin clase.
Esa grieta social se está agrandando más y más. Y unos apuestan a armar modelos de negocio en torno. Es lo preocupante. Deberíamos dejar de ser tan egoístas. Deberíamos ponernos, de vez en cuando, en el lugar del otro. Desde un lado u otro de esta grieta. Conocernos. Sólo eso. Reconocernos. Ver esa patria. La patria, es el otro.
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