- Comunicador multifacético, experto en marketing y redes sociales y emprendedor por naturaleza.
Existe un tipo de personas que cree que se merece cosas. Han sido formados de esa manera: les dijeron que si hacían lo correcto les iban a dar un premio. Si se quedaban ahí, si resistían, ganaban. Eso lo hicieron en el colegio, en la universidad y hasta en el trabajo.
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El mercado es cruel. Es terrible. No corre de esas maneras.
Estamos en una era donde la economía del mundo está cambiando. Donde usar ropa de todos lados del planeta o tecnología de un lugar donde nunca vas a ir se entremezcla con el ítem del empleo en el país. Esto abre nuevos y raros debates sobre el progreso y qué es la libertad. En general, los que defienden cierta idea de libertad, pueden llevarla porque tienen la herencia suficiente para defenderla. Lo mismo con los que dirigen movimientos políticos progresistas sin entender que la gente no puede hacer la revolución sin los seguros de vida que ellos tienen: sin las redes ni los parientes.
La vida no funciona de esa manera. En general, existir en Chile tiene un precio. Un precio que te obliga a creer en el silencio, en soportar lo que no es, en sacar la vuelta. En ser niños simulando ser hombres. Un día te rompen la Navidad: no sólo basta con hacer las cosas bien, sino que tu ruta, tu origen, tu ADN, tiene que ser de bien. Y hablo de bien en los parámetros que los de siempre han tenido para usar frente a ti. Es un horror.
Así, esas personas que creyeron que haciendo lo correcto al no darle el palo al gato o no tener cómo defender lo poco que tienen o lograron, de pronto se vuelven defensores de cualquier idea que les venden, o se disfrazan de ricos comprando pedazos de patio más grande de lo que pueden pagar. Sus casas siempre envejecen mal. Sus tiempos se van cayendo y ahí están, esperando nada, en algunos casos. En otros, esperando que llegue otro gobierno a darles plata, y así sucesivamente.
Pero últimamente la mayor perversión de esa gente, que ojo, no digo que sea mala per se, sino más bien es deformada por las promesas, es odiar a los inmigrantes.
Los inmigrantes les hacen sentir incómodos, porque tienen colores de piel que ellos nunca tuvieron cerca, en algunos casos. En otros, les recuerdan la pobreza que tienen la mala costumbre de esconder entre deudas. En los más extremos, les molesta que no saquen la vuelta, que no sientan ese dolor que representa para muchos esforzarse y hacer otra hora extra.
Los inmigrantes que están en los paraderos, usando ese espacio que antes parecía de otro, y no son personas. Pero nuestra lógica de competir va destrozando nuestra humanidad. Se van transformando los lugares, las esperas. Y las guerras, los insultos, los odios, los empujones sin sentido, los que creen que pasando primero son mejores. Los que discriminan creen que así se sienten mejor, y quieren borrar eso que no les gusta y al final, son pobres y tristes desgraciados, lamentables. A veces tienen plata, incluso, y siguen siendo miserables. Y a pesar que quieran eliminar a los otros, sólo se van borrando ellos, porque gastan tiempo destrozando lo bueno que podrían usar para ser mejores y conocer. Pero ahí están, muriendo en ignorancia. Quemando su cuerpo en lo incómodo.
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