- Periodista especializado en cine, programador de Sanfic y comentarista en Radio Cooperativa.
Tras inaugurar el Festival de Berlín, donde obtuvo el Oso de Plata al mejor director, llega al fin a la cartelera local “Isla de perros”, lo nuevo de uno de los cineastas de culto de la actualidad, el estadounidense Wes Anderson. Las expectativas no eran pocas, en especial por ser su segundo largometraje de animación, casi una década después de su notable “Fantastic Mr. Fox”, que no llegó a ser estrenado en cines chilenos, a pesar de que puede ser considerado uno de los mejores trabajos de su filmografía.
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Y la espera valió totalmente la pena. Nuevamente Anderson aprovecha al máximo las posibilidades visuales y narrativas de la técnica del stop motion, haciendo imperdible a este título no sólo para sus fans, sino además para cualquiera que aprecie un trabajo animado admirable y lleno de sutilezas. Son muchos los hallazgos de “Isla de perros”, y al igual como lo hizo en su incursión en la India con “Viaje a Darjeeling” o su elogiada y premiada mirada a la Europa de entreguerras en “El Gran Hotel Budapest”, es irresistible y fascinante la forma en que aquí utiliza los códigos estéticos japoneses, que por supuesto incluyen guiños a la enorme tradición del cine nipón.
Incluso quienes critican sus películas diciendo que a menudo se preocupa más de la forma que del fondo, o quienes lo han acusado de frialdad por la impavidez con que sus personajes reaccionan ante las circunstancias más bizarras, deberán reconocer que el logro es deslumbrante, y va más allá de la minuciosa y elaborada precisión de sus imágenes. De hecho, su divertida, entrañable y por momentos tragicómica historia de reivindicación canina no sólo ofrece ecos de la actualidad social y política, sino además por la cantidad de detalles, saltos argumentales, el delicioso despliegue de su estelar elenco de voces, el particular ritmo, la velocidad de los diálogos y cómo avanza el relato, se hace casi imprescindible verla más de una vez.
“La isla de los pingüinos”
En su segundo largometraje, el joven realizador Guille Söhrens aborda la llamada “revolución pingüina” de 2006, acertando al no intentar una mirada global que abarcara todos los flancos del conflicto, sino centrarse en la trastienda de la toma de un colegio durante esos días, lo que de todos modos le permite al menos esbozar los distintos componentes del movimiento, desde las legítimas demandas de los estudiantes hasta los inevitables alcances e intereses políticos de algunos de los líderes. Sin duda, el largometraje demuestra un enorme potencial argumental, cuenta con algunos momentos muy logrados (desde lo cómico a lo reflexivo y melancólico), la forma en que retrata a los distintos personajes es atractiva y se ve potenciada por algunas buenas actuaciones de su afiatado elenco juvenil, pero al resultado final le falta más potencia y definición, y pierde fuerza en su último tercio. Al parecer aún falta que llegue la película definitiva sobre este momento social, pero igual esta propuesta es interesante y atendible.
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