Llegamos a las 7 am al mercado y definitivamente no era un lugar desierto. Santiago dormía, pero la vida que había acá era como si fuera medio día. El frío predominaba, pero para los vendedores no parecía ser un distractor y nada los detenía a trabajar.
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Comenzamos la búsqueda y en un principio no fue tan rápido, porque teníamos la percepción de que estaría lleno de mujeres inmigrantes y nos equivocamos. A medida que pasaba la hora, empezamos a encontrarlas, pero en ese transcurso, también me fui fijando en mujeres -en general- y tampoco eran tantas como yo pensaba.
Partí conversando con una chilena que llevaba 10 años trabajando en La Vega que me hablaba feliz y con mucho cariño del lugar. Cuando le pregunté si era muy sacrificado el trabajo me dijo inmediatamente que no. Admito que me sorprendí, ya que en general tenía la visión de que era muy duro estar tan temprano, con frío y no tan bien remunerado. Pero no, ni ella ni las siguientes mujeres que conversé me dijeron alguno de esos comentarios, todo lo contrario. Para ellas, su trabajo es algo que eligieron y las hace feliz. Se sienten respetadas, valoradas y queridas por sus compañeros y jamás sobrepasadas a llevar.
Luego me acerqué a Fernanda, haitiana de 20 años, que llegó hace diez meses a Chile. Vino sola y con 10 dólares en busca de una oportunidad mejor que las que habían en su país. Al poco tiempo conoció a Luz, que administraba un local en La Vega que le ofreció trabajar con ella. Sin embargo, Fernanda no sólo dedica su tiempo al mercado, sino que también está terminando el colegio con un sueño de entrar a la universidad.
Y así fui dándome cuenta durante toda la mañana que las mujeres inmigrantes sí están felices trabajando en La Vega, que tienen sueños, que las quieren y se sienten empoderadas. Sí fui prejuiciosa, pero me di cuenta que el ambiente en ese lugar era familiar, lleno de vida y simpatía. Toda la gente tiene buena disposición y agradecidos de la vida.