- Analista internacional
El presidente Mauricio Macri anunció un cambio en la doctrina de las fuerzas armadas argentinas. El mandatario, por la vía de un decreto, terminó con la ley que prohibía la intervención de los militares en asuntos de orden interno. La legislación existente, aprobada por un amplio consenso en 1983, buscaba asegurar a la ciudadanía que los uniformados no volverían a inmiscuirse en asuntos domésticos. Ello, tras la dictadura militar (1976-83) durante la cual fueron asesinadas unas treinta mil personas según dan cuenta organizaciones de derechos humanos. Los propios militares calificaron sus operaciones contras civiles como “una guerra sucia”. Es decir, una campaña sin Dios ni ley, en que decenas de miles de personas fueron secuestradas, torturadas y luego asesinadas.
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Al justificar la nueva directiva, Macri señaló que Argentina sigue “con un despliegue territorial para amenazas antiguas”. Aludía, entre otras cosas, a la ubicación geográfica de las fuerzas armadas. En su grueso asentadas conforme a las viejas hipótesis de conflicto. Esto es, con la presunción de guerras con Brasil y Chile. Algo que hoy ha sido desechado ante la creciente cooperación vecinal. De hecho, Buenos Aires prevé la venta de tierras y cuarteles en ciertas zonas fronterizas. Santiago debiera tomar debida nota de los cambios transandinos. A fin de cuentas, buena parte del gasto en defensa está basado en la hipótesis de un conflicto armado con Argentina. Cabe señalar que ambos países desarrollan, desde hace décadas, una estrecha relación castrense que va desde la Antártica a temas espaciales. En la medida que gane terreno la confianza mutua será posible emprender proyectos conjuntos que fortalezcan la independencia de ambos y, a la vez, permitan disminuir el gasto destinado a la defensa.
Ahora Macri, invocando “nuevas amenazas”, postula que las fuerzas militares podrán emplearse “ante cualquier otra forma de agresión externa”, entre las cuales se cuentan la lucha contra el terrorismo y el narcotráfico. En cuanto al combate contra el terrorismo, la inoperancia castrense quedó plasmada en la mentada “guerra sucia”. En ella los militares no sólo transgredieron las normas internacionales, sino que ignoraron la más elemental ética bélica, como lo es el respeto a la vida de los prisioneros. En relación al narcotráfico, las experiencias de México, con 130 mil homicidios en el sexenio del presidente Enrique Peña Nieto, en Colombia y Brasil, muestran la inconveniencia de involucrar a las fuerzas armadas. Lo dijo el presidente mexicano Álvaro Obregón (que gobernó entre 1920 y 1924): “Yo no conozco a ningún general que aguante un cañonazo de 50 mil pesos”. La famosa sentencia fue actualizada por el general Martín Balza, que comandó al ejército argentino 1991-1999, quien declaró: «Ningún general soportaría un cañonazo de un millón de dólares». Dicho en otras palabras: al que va a la guerra le entran balas. El peligro con instituciones permanentes que tienen el monopolio del poder de fuego es que si se contaminan es muy difícil para la sociedad desarmarlas. Cabe, además, considerar que los militares gozan de fueros en los que la justicia militar difiere de la civil en caso de enfrentamientos armados. Dada la historia reciente, el grueso de la oposición argentina es contraria al cambio en la doctrina militar.
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