- Obispo anglicano y ex capellán protestante de La Moneda
En lo natural, nuestro ser más íntimo, odia a Dios. Lo odiamos por meterse en nuestras libertades e identidades, por manipularnos por medio de nuestros miedos a una eternidad perdida, o peor, torturada, por negarnos placeres animales, sexuales como y cuando queramos, porque ha ordenado la vida para que el exceso del placer, egoísmo o la lujuria por el poder y la riqueza, a la larga nos hagan sentir que todo es una vanidad desértica, un esperpento sin sentido. Como el paralizado capitán amputado de piernas en el filme “Forrest Gump”, quisiéramos gritarle nuestro desafío humano, declarar nuestra independencia desde el mástil en medio de las tormentas que desata cruelmente contra nosotros. Como dice Pablo en “Romanos 5”, somos “enemigos” de Dios. Estamos en guerra continua contra él en lo más profundo de nuestro ser.
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El 11º día del 11º mes, para que tomara efecto, a las 11:00 horas se firmó el Armisticio de Compiègne, Francia, poniendo fin a la Primera Guerra Mundial, hace 100 años. La paz formal se firmó en el Tratado de Versalles al año siguiente. Esa guerra tan terrible, que se llevó a más de 17 millones de vidas, iba a ser la “guerra que terminaría con todas las guerras”. Algunos piensan que fueron los injustos acuerdos de Versalles contra Alemania que dentro de los siguientes 20 años produjeron a Hitler, quien de nuevo sumió al mundo en el conflicto bélico más mortífero de la historia, esta vez muriendo 60 millones de personas. La palabra armisticio significa una tregua, un acuerdo entre guerreros de deponer armas, dejar la enemistad y vivir en paz. Una tercera guerra mundial, hoy lo sabemos, terminará con toda vida en este frágil planeta…
Pero Dios ya firmó la Paz con nosotros… y somos nosotros los que no la aceptamos. Lo que humanistas cansados, marxistas re-inventados, capitalistas insatisfechos, a veces logran entender a tiempo es que todas nuestras rebeliones, revoluciones, rechazos, escupos contra Dios son, finalmente, pasiones que se extinguen, marcas de nuestra propia humanidad orgullosa que apuntan a lo que la Biblia afirma: “Todos hemos pecado y estamos separados de la gloria de Dios”. La guerra contra Dios ya la perdimos… Sólo nos consumimos en rabia, o mirar de nuevo los términos del armisticio que se nos ofrece. Jesús muere, baleado en la guerra, en nuestro lugar, y paga por nuestra “paz”. Es el significado central de toda la sangrienta y bélica historia de las Escrituras. Pero Dios demuestra su amor por nosotros en esto: en que cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros. Y ahora que hemos sido justificados por su sangre, ¡con cuánta más razón, por medio de él, seremos salvados del castigo de Dios! Porque si, cuando éramos enemigos de Dios, fuimos reconciliados con él mediante la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, habiendo sido reconciliados, seremos salvados por su vida!
Este armisticio divino, y toda la buena voluntad y reconciliación asociada, es lo único que nos podrá salvar de destruirnos a nosotros mismos. Lo decía un astronauta, James Irwin, mirando la Tierra desde la Luna, donde encontró él, finalmente, al Cristo vivo: “No hay otra solución aparte de las pisadas de Jesús en el polvo de Palestina”.
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