- Comunicador multifacético, experto en marketing y redes sociales y emprendedor por naturaleza.
En el colegio siempre nos hablaron de “nuestro país”. Nos hicieron cantar el himno la mañana de los lunes. Nos dijeron que el cobre era nuestro, que el mar y la Antártica nos pertenecían a todos. Cuando nos forman, nos hacen pensar que vivimos en un país rico.
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Cuando crecemos, entendemos que los que se han sacrificado por la patria siempre tienen mal pasar. Que es por nada. Que sólo somos un largo y angosto pedazo de tierra, limitado por barreras naturales. Eso quizá nos vuelve paranoicos, angustiados, grises. Vivimos una cultura donde siempre se traiciona, y en el que el liderazgo es más bien mal visto. La cultura del insulto entre la patota. A la gente en general los buenos alumnos les cargan. Los encuentran sospechosos. Y el que va y dice algo se le considera agresivo. Es una locura.
Los últimos escándalos familiares sumados a lo que pasa en temas de corrupción me hacen pensar que, en realidad, es oficial: ya se ha perdido toda vergüenza y nada importa. Porque saben que no va a pasar nada. Porque todo se puede solucionar por forma y jamás por fondo.
Saben que el país es de ellos. Ésa es la verdad. Lo tienen más que asumido. Nosotros somos invitados en su país. Si subimos, básicamente llegamos a una especie de Finlandia: hablan otros códigos, van a otros lugares de veraneo, entienden el mundo con esos parámetros. Y así crecen sus hijos. Yo, a los últimos, no los culpo. Creo que, al final, como son extranjeros (el extranjero de adentro, decía Jorge González) la tienen bien clara: están cohesionados y van a ganar siempre. El tablero está hecho para ellos y muchas personas son cómplices de eso esperando una dádiva. Esto último es sumamente gracioso, porque creen que por pensar como ellos les van a invitar a una fiestita o a su patio. No pasa jamás.
A la clase media le quedan dos caminos para destacar siempre: el suicidio social o la astucia. La astucia es esa mezcla entre silencio, estrategia y entender al otro para cuidar lo que le importa. Que no le quiten lo ganado. El suicidio social es decir cosas y vociferar, todo para terminar a lo Bonvallet: solo. Con gente en contra. En la esquina.
Entonces, lo mejor es empezar a crecer y asumir que nada va a cambiar. Sinceramente: ellos tienen las llaves y no va a suceder nada nuevo. Y lo que tengamos nosotros, por esfuerzo, debe ser cuidado y siempre buscar la fórmula para escapar de este manicomio que no es nuestro. Que está ahí, entre la cordillera y el mar. Es peligroso, lleno de gente mala, con ideas absurdas del mundo, con debates repetitivos y tramposos y, por qué no decirlo, sin ninguna oportunidad más que el milagro extraño o la inteligencia para zafar de tanto odio, tontera, ignorancia y mediocridad que va y circula frente a nuestros ojos. Nos quieren dividir, llamándonos a competir, en nuestros colegios y labores. Y saben que ahí ganan. La tienen clara: el peso es de ellos, las reservas y al resto, un poquito. De vez en cuando. Cuando hay oportunidad “de ser solidarios”. Pamplinas.
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