* Directora académica de Belén Educa
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Hace más de dos décadas que comenzaron a gestarse las primeras políticas y reformas educativas que ponen al centro la equidad y la calidad de la educación. Algunos ejemplos fueron el programa destinado a apoyar al 10% de la población escolar con peores rendimientos o programa P900, el proyecto enlaces y la jornada escolar completa (JEC).
Lamentablemente, esta fórmula que buscaba una alianza virtuosa entre la extensión del tiempo, la mejora de los aprendizajes y la disminución de las brechas sociales, no alcanzó todos los resultados esperados. Hoy tenemos cifras alarmantes que es importante enfatizar:
Primero, los resultados del último Simce revelan que no existe una variación significativa en torno a las evaluaciones educativas de años anteriores. En síntesis, los aprendizajes se encuentran estancados hace más de una década.
Segundo, según datos recientes (2018) entregados por el Banco Mundial, nuestro país lidera el ranking de los países más desiguales, donde las diferencias económicas entre habitantes son enormes.
Tercero, en los últimos 15 años la tasa de suicidios en niños y jóvenes ha aumentado casi al doble y lamentablemente seguirá creciendo año tras año, según datos de la Ocde. Lo anterior se agrava al revisar datos de Unicef (2012), que señalan que el 71% de los niños es víctima de algún tipo de violencia en el hogar.
Cabe preguntarse entonces qué podemos hacer a nivel educativo para mejorar la calidad y equidad de la educación, que se resume en formar ciudadanos integrales, capaces de convivir en sociedad y contribuir al desarrollo de nuestro país, como declara la Ley General de Educación (Lege, 2015).
Desde el rol formador que tiene la escuela sería imperativo entonces hacer vida en el currículum y en las aulas, desde el paradigma colaborativo, el desarrollo de competencias para la vida, con fuerte foco en las dimensiones espiritual, ético, moral, que hoy parecen ser un tema ausente.
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