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Los Rolling Stones sacan a relucir su leyenda y suman a Chile entre sus territorios conquistados

Los británicos barrieron con la idea de que nuestro país no vibra con su obra, de la mano de un show imponente y una forma musical plena.

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Cerca de las 21:20 horas de este miércoles, cuando en el Estadio Nacional ya han sonado dos himnos como «Start me up» e «It’s only rock ‘n’ roll (but I like it)», Mick Jagger mira de reojo a un monitor, para no fallar en el saludo a las casi 60 mil personas que virtualmente repletan el recinto de Ñuñoa.

«Hola Santiago, hola Chile», dice desatando la euforia de una audiencia que diez minutos antes, en el encendido de las luces y la espectacular salida del cuarteto al escenario, se había batido entre la incredulidad y el asombro de tener frente a sus narices a una pandilla legendaria, y a los responsables de giras que siempre encabezan listas. Sin embargo, el
cantante sólo necesita fracciones de segundo para quebrar la atmósfera. «Hola cabros», corona, canjeando todo por risas.

Son los climas entre los que se moverá en adelante el segundo show de los británicos en Chile, a 21 años de un debut recordado con el sinsabor de una convocatoria inferior a la que los pergaminos de los Stones merecían. Pero si de ello nació alguna clase de deuda, en esta ocasión quedó saldada. Gracias al paisaje ñuñoíno, claro, pero también gracias a la
conducción que el propio cuarteto hizo de un show que será recordado entre los mayores que hayan pasado por estas latitudes en las últimas temporadas.

La base, por cierto, está en ese interminable fondo de éxitos que han acuñado en más de 50 años de historia («Wild horses», «Paint it black», «Tumbling dice», «Honky tonk women» y «Jumpin’ Jack Flash», son sólo algunos de los que sonaron), en el estatus de leyenda viva del que gozan, y en una parafernalia de alto estándar, coronada por tres enormes y nítidas pantallas, y por un colorido marco alusivo a cierta imaginería latinoamericana, para denotar el carácter regional de una gira bautizada como «Olé».

Pero nada de eso debe quedar entre lo más llamativo de la velada, sino la impecable forma que Jagger, Keith Richards, Charlie Watts y Ron Wood (los tres primeros, septuagenarios) lucen en escena. Porque la banda más longeva en la historia del rock aún es capaz de sostener las más de dos horas de show en el poderío de su núcleo, que en vivo extrapola el halo blusero de buena parte de sus composiciones.

El diálogo de guitarras armado entre el tono bohemio de Richards y la destreza de Wood (protagónico en «Midnight rumbler»), así como la sobriedad y eficiencia de Watts en la batería, son el merengue sobre el cual un atlético Jagger pone la guinda. Con sus insignes contorneos, sí, pero también con una garganta que ha sobrevivido intacta a todos los
rigores que ha implicado ser un Stone.

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Sólo la elegida por el público vía encuesta virtual, «She’s a rainbow», se alejó en algo de esa línea, al sonar con la frialdad propia de un tema con escasa recurrencia en su repertorio. Pero lo bueno es que himnos para resarcirse sobran, como prueba un tramo final integrado por «Sympathy for the devil», «Brown sugar» y «You can’t always get what you want», junto a una agrupación coral local.

La universal «(I can’t get no) Satisfaction» puso el broche, tal como a lo largo de la noche venía haciendo Jagger con esto que podríamos llamar «chilenidad Stone». ¿La mejor de esas intervenciones? Sin dudas, la alusión a los «muchos edificios fálicos» que se ven en Santiago 21 años después, y la presentación del primer guitarrista como «el modelo original del pilucho, ¡Ronnie Wood!». En otro puede sonar zalamero y libreteado; viniendo de un Stone, es casi un halago.

Sebastián Cerda.

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