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Encantadora. No hay palabra que mejor defina cómo era Julita Astaburuaga, la socialité (término que odiaba) más emblemática de Chile que esta mañana dejó de existir a los 96 años.
Nacida el 17 de abril de 1919, fue la segunda hija del matrimonio conformado por Jorge Astaburuaga Lyon y Helena Larraín Velasco, y nieta de un ministro del gobierno del Presidente Emiliano Figueroa.
Su infancia fue en una inmensa propiedad de avenida Pedro de Valdivia, en la comuna de Providencia, donde conoció de lujos desde que abrió sus hermosos ojos celestes al mundo. Ahí vivía junto a sus hermanos Carlos y Jorge, y la crianza de sus padres era apoyada por su nana y por su «nany», una mujer inglesa que además de cuidarla le enseñaba el idioma que puso en práctica siendo sólo una niña, cuando viajó a Europa en barco en compañía de su familia.
De aquellos años, recordaba entre risas que la gente de alta alcurnia viajaba hasta con la vaca para la leche de los niños. Y aclaraba de inmediato que nunca fue el caso de los Astaburuaga Larraín, quienes sí se preocupaban de cosas como tenerle una «nounou» (nana en francés) durante su primera estadía en Francia.
Julita crecía como una princesa hasta que la muerte de su abuelo llevó a la familia a la pobreza. Sus padres se separaron y entonces dejó Providencia para trasladarse a Santiago Centro, específicamente a calle Ejercito. El cambio no le importo ni la hizo sentir menos. Su madre conservó su elegancia y buenos contactos, y entonces ella pudo seguir ligada al mundo en el que se crió. Tanto, que hasta tuvo su estreno oficial en sociedad tal como todas las jovencitas de la clase alta de la época.
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Su vida adulta
A los 18 años cautivó a un embajador italiano que le propuso matrimonio, pero ella se negó. No estaba enamorada ni se dejaba encandilar porque él le daba todos los gustos. Simplemente él no era lo que ella quería para su vida y se lo hizo saber con esa honestidad que siempre la caracterizó.
A los 27 le dió el «sí» a Fernando Maqueira, un hijo de diplomáticos con quien ya casada partió a Nueva York para acompañarlo en sus labores de secretario de la Embajada chilena ante las Naciones Unidas. Pero el matrimonio no fue lo que ella esperaba. Aunque nunca habló mal de quien fuera su marido, reconocía que tenía muy mal carácter y eso la llevó a poner fin a la unión de la que nacieron sus hijos Diego y Cristián.
Soltera y sin compromisos, Julita Astaburuaga volvió a Santiago Centro y se instaló en un pequeño departamento de calle José Miguel de la Barra que compró con la venta de un auto; departamento que tenía completamente decorado con vestigios de su vida de opulencia: Obras de arte en todas las paredes y hasta su cuna dorada, ahora usada para poner sus innumerables plantas.
Alegre y adorable
Contrario a lo que muchos podían creer, Julita no era una mujer millonaría. Vivía del arriendo de una casa que le dejó su padre y compraba sus trajes de diseñador en una tienda de ropa usada que tenían sus amigas de mayores recursos para reunir fondos para las mujeres de escasos recursos.
La navidad era una de sus épocas favoritas y lo hacía sentir decorando su hogar con los adornas más lindos que cualquiera pudiera imaginar. Tan bellos que más de alguna vez los mostró con orgullo en algunas revistas en las que confesó no hacerle regalos a sus nietos. «¡Ellos ya lo tienen todo!», explicó una vez, agregando que prefería invitarlos a comer que comprarles algo material.
Adorable como pocas, no tenía problemas en compartir su vida con quien la quisiera escuchar y siempre, siempre, terminaba convirtiéndose en el alma de las fiestas. De ahí que fuera invitada obligada a cuanto evento había, incluida la gala del Festival de Viña donde en su último paso tuvo un tropezón del que terminó riéndose a carcajadas. «Es que soy una vieja de mierda», dijo sonriente en esa oportunidad. Pero Julita estaba lejos de serlo.
Alegre, desprejuiciada, generosa y simpática, no había nadie que no se encantara con ella al conocerla. De ahí que su partida hoy cause tanto pesar, aun cuando es inevitable sonreir al recordarla y saber que vivió la vida que quiso, que fue una «enamorada de la vida» como siempre dijo, y que dejó una huella imborrable.
PUB / KC