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Fue hace exactamente un año que la restricción a los llamados «palos para selfies» comenzó a hacerse norma en los festivales de música, con Coachella abriendo la ruta. Allí, de paso, se sentaron las bases para justificar tal decisión: «No traigas tu selfie stick ni tu narcisismo al festival», dijeron los organizadores. Políticamente correcto a esas alturas, cuando despotricar contra el famoso bastón ya se había transformado en norma entre la comunidad bien pensante de las redes sociales, junto con apuntar a quienes graban conciertos en lugar de simplemente presenciarlos.
Pero ojo con la intolerancia. A fin de cuentas, si algunos se aman y se sacan 40 fotos por día, es su problema, ¿no? O si otros se dedican todo un concierto a grabar, teléfono en mano, ¿quién es uno para decirles cómo tienen que vivir esa experiencia? Si en grabarla está su regocijo, en fin, allá ellos.
¿Cuál es el tema, entonces? El atropello a los demás; elevar a tal punto la importancia de un mero capricho, que si en ese afán se pasa a llevar a otros, qué tanto. ¡El individualismo! Nuestro Lollapalooza siguió la tendencia, y restringió el ingreso de los selfie sticks en su reciente edición. Como resultado, el accesorio brilló por su ausencia… Salvo entre quienes encontraron elresquicio en los palos para GoPro, que es una cosa distinta, pero en realidad la misma. Así, nuevamente tipos frente al escenario figuraban levantando sus cámaras 70 centímetros sobre sus cabezas, metiéndose al bolsillo a los miles de sujetos a sus espaldas, deseosos de ver músicos en acción antes que aparatos contaminando la escena.
Y qué decir de los que insisten en llevar punteros láser a este tipo de shows, para quienes la autocomplacencia de ver ese punto verde o rojo tintineando en la escenografía (¿se sentirán burlando a alguien?) vale más que la limpieza del espectáculo que otros 40 mil asistentes quieren contemplar.
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Pero ojo, que esto no es materia de conciertos solamente. El individualismo es epidemia social. Opera en el tránsito, por ejemplo, con los que —incapaces de esperar su turno donde corresponde— doblan en segundas y terceras filas, taponeando calles y obligando a los que van detrás a esperar el fin de su maniobra. Ni hablar de los que bloquean cruces.
Están también los ciclistas que circulan por veredas a 30 y más km/h, elevando al máximo las pulsaciones de los peatones. O los fumadores de a pie, que arrojan sus colillas donde se les antoja, porque su necesidad de deshacerse de ellas parece valer más que la dignidad de quienes las recogen después, o que cualquier consideración ambiental.
Y a propósito de consideración ambiental, qué me dicen de los usuarios de chimeneas en una ciudad que las prohíbe como Santiago. Aunque está lleno de maneras de calefaccionarse, ahí siguen invierno tras invierno, aportando el 50% del esmog, pero regocijándose en su fuego. Es que es mucho más lindo, parece, más rústico. Más caliente, por último…
Puede haber un plan de descontaminación tras otro. Pueden hacer ocho puentes sobre Kennedy, si quieren, la Costanera Sur, la Oriente y la Poniente. Pero si estas conductas persisten, poco cambiará.
Pienso en esto mientras por la ventana veo una marca en la pared de en frente. No es un grafiti, tampoco una consigna, no reclama por nada. Simplemente es un rayado, quizá una firma. No era un muro feo ése. Ahora sí lo es. Tal vez el tipo que lo rayó pasa por aquí todos los días, lo observa y celebra para sus adentros por esa marca que todos ven, pero que nadie entiende. Él sí. Sólo él.
Por Sebastián Cerda/Pub