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Columna de Sebastián Cerda: “Adiós en su Ley”

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«Se cierra el último capítulo de un libro llamado La Ley. Algunos de ustedes se preguntarán la razón. Solo puedo decirles que la vida da muchas vueltas, y así como un día nos reunió, hoy nos separa», publicó Beto Cuevas en su cuenta de Facebook hace sólo siete días, cuando sepultó de golpe y sin previo aviso el futuro del trío. La segunda vida (que en realidad era la tercera o cuarta) del grupo más exitoso salido de Chile llegaba hasta ahí, y el saldo es relativamente exiguo: Apenas dos años y medio de actividad, aunque con un disco editado y una Arena llena en Santiago —ahora sólo nuevos datos para la causa de contrarrestar la resistencia que siempre han encontrado en parte de la audiencia local—.

Poco para un nombre como ellos, aunque no vamos a decir que este abrupto corte sorprenda demasiado, una vez pasado el desconcierto. La historia da señas al respecto: El mismo Cuevas, en un libro-entrevista publicado en México, reconoció que el primer quiebre definitivo de La Ley devino del distanciamiento entre integrantes, el desequilibrio en el trabajo, el carácter de «proyecto personal» que la banda había tomado, y la fatiga que en la estructura interna supuso el tenerlo a él como líder sin contrapeso, tanto en lo creativo como en lo gerencial.

Según se desprende de sus palabras, era el cantante quien dictaba, mientras los demás acataban. «Había mucho descontento por parte de Pedro, porque a lo mejor él quería meter más cosas, pero su musicalidad no tenía mucho que ver con el concepto que habíamos conseguido en La Ley», aseguró Cuevas. Tras el último show de 2005 el guitarrista agarró sus cosas y desapareció sin despedirse del líder.

¿Pudo ello aflorar ahora? Aquello de «la vida nos separa» parece dejarlo entre líneas, y no sería de extrañar. Porque La Ley, ya desde fines de los 90, funcionaba como una compañía más que como una banda, y el mismo análisis de su discografía así lo deja entrever. Más que hacer canciones para volar cabezas, volcar tormentos, exponer momentos vitales, reflejar la explosión de una energía colectiva o generar culto en una comunidad, el trío que terminó haciendo uso del nombre parecía tener sus objetivos puestos en ganar Grammys, ser portada de revistas, acaparar flashes, trepar en rankings y llegar a las radios con rotación asegurada. La música no parecía ser el fin, sino el medio (y en este mercado, sabemos, su calidad tampoco es estrictamente relevante).

De ahí el progresivo olor a fórmula, el apuro en el single «Olvidar» y el cover de «Wicked Game» («Sin ti»), los aires maroonfivescos de «Ya no estás» y el olvido rápido al que pasó el disco Adaptación.

Esto no es esencialmente condenable. Es el esquema que impera entre muchos de los artistas que dominan la industria y, más allá de las narices arriscadas entre algunos de los que se dicen conocedores, funciona. Pero en un grupo está el riesgo de transformar aquello en una olla a presión, en una corriente que satisface a unos y frustra a otros, hasta terminar en cortocircuito. Y sobre todo en bandas reunidas, donde se busca que primen los ambientes descomprimidos, ajenos a los vicios de la primera edad.

No contenta el nuevo quiebre de La Ley, sobre todo porque siempre se vio en ellos el potencial para ir más allá y tapar cuanta boca se abriera en el camino. Ahí están discos como Doble Opuesto e Invisible para corroborarlo, con canciones que (quedó demostrado en Viña 2014) más de 20 años después continúan distinguiéndolos en el firmamento latino y local. Tanto, que no se pierde la esperanza de verlos retomar esa moral en el futuro, tal vez con Coty Aboitiz y Luciano Rojas en la alineación, y con las lecciones de este retorno semi fallido bien sacadas en limpio.

A fin de cuentas, la historia de la conquista territorial, la fama y los galardones ya la tienen más que contada. Liberados de esa mochila, la música que sigue fluyendo bajo los flashes y los conflictos tal vez pueda volver a aflorar en todo su esplendor.

 

Sebastián Cerda/Pub

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