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Columna Sebastián Cerda: “Neruda” y la obsesión por el rigor histórico

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«Quizás cabría concluir, tras la visión de la película, que cualquier concurso de la misma con lo que fue la realidad se debe a una mera coincidencia», escribía en carta a El Mercurio Víctor Pey, luego de haber asistido a fines de julio a una función especial de «Neruda», la recién estrenada cinta de Pablo Larraín acerca de las andanzas del poeta huyendo de sus persecutores, en tiempos de la «Ley Maldita» contra el comunismo.

No es difícil imaginar al ingeniero de origen español enojado mientras redacta la misiva. O antes, incluso, mientras observa la película en la butaca. La razón es que Pey, de casi 101 años, formó parte de los sucesos que en ella se relatan, y hasta dio su testimonio a integrantes del equipo realizador. Desde esa vereda, lo que esperaba ver en pantalla era casi una fotocopia de la imagen en su memoria, y esa disonancia terminó por hartarlo.

El entuerto ha revivido el viejo debate entre los partidarios de un idealista apego a los hechos que —estiman— deberían guardar quienes se embarcan en este tipo de producciones, y los defensores de la libertad creativa de los artistas. A juicio de Pey, «Neruda» debió estar en el primer grupo, manteniéndose fiel a lo que testigos y libros dijeran sobre el período, sin permitirse todas las licencias que la cinta de Larraín tiene. Porque el laureado cineasta junto al también reconocido dramaturgo Guillermo Calderón, no se limitaron a cambiar la redacción de un ensayo historiográfico por la de un guión. Al contrario, optaron por construir su propia versión de la historia y del personaje.

Así, en cuanto a la primera, decidieron levantar una relación indivisible entre persecutor y perseguido, exponer nuevas tesis en torno a las motivaciones del vate y sus opositores, y elucubrar conclusiones político-estratégicas sobre lo que pudo haber implicado una potencial detención. Respecto del segundo, prefirieron alejarse de la «vaca sagrada» para intentar mostrar a un hombre de carne y hueso, con pasiones y debilidades, y con tanto ego como temor. Todo eso, por cierto, sacado del imaginario nerudiano que Larraín y Calderón comparten, con tanto derecho como cualquiera de nosotros, lectores de sus poemas o conocedores de su biografía.

No hay nada ilegítimo en ello. Es más, es sobre la base de esas licencias que se construye buena parte del arte, en cuanto vehículo de provocación, inspirador de debates, de cuestionamiento de aquello que damos sin más por sentado o, simplemente, generador de entretención y goce estético. El propio Pablo Neruda ha servido antes para ello, gracias a la fantasía amorosa que Antonio Skármeta construyó en torno a su cartero, y que tal vez nunca ha sido apuntada de la manera en que esta nueva cinta lo ha sido, gracias a su perfil romántico y benévolo.

Hoy ese relato es aplaudido internacionalmente, su versión fílmica italiana logró nominaciones al Oscar y luego llegó hasta los principales escenarios del mundo, transformado en ópera. Pero nada de eso habría ocurrido con un historicismo similar al que hoy ha emergido, como tampoco habrían sido posibles series como «Los archivos del Cardenal» o «El niño rojo», o cintas como «La última tentación de Cristo» y hasta otras aparentemente inocuas, como «Bastardos sin gloria».

Creamos en los espectadores, y en su capacidad para distinguir realidad de ficción, historiografía de propuesta autoral. Asumamos que los libros de historia no están escritos en lenguaje cinematográfico, y que los intereses de una y otra disciplina no tienen por qué encontrarse, necesariamente. Veamos «Neruda» y juzguémosla por lo que es: Una película que, como tal, nos puede parecer buena o mala, entretenida o fome, digna de repetírsela o de pararse de la silla y largarse. Cada uno verá. El cuidadoso rigor histórico, en tanto, esta vez es harina de otro costal.

 

POr Sebastián Cerda/Pub

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