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Columna de Sebastián Cerda: “FILSA pa’l que lee”

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Pasa en todo orden de cosas: El alejamiento en el tiempo de una época determinada, y la inscripción en el pasado de sus hitos y momentos (amén de la propia juventud), son el mármol sobre el cual talla sus obras la siempre traicionera nostalgia. Como en muchos ámbitos, aquí también hay gradaciones, que van desde los que esbozan una sonrisa a partir de un recuerdo asomado en la memoria, hasta los que enarbolan la bandera del «todo tiempo pasado fue mejor». Para comprobarlo, basta intentar una discusión con testigos directos del pop de los 80, la selección del 62, Elías Figueroa o el sistema de reparto, entre otros ítems; seguro que buena parte de la muestra aseverará que no ha habido nada superior, ni antes ni después, y quizás nunca en el futuro. Punto. Ante ellos, sólo sugerir una mirada alternativa parece una herejía.

Observar el curso de la Feria del Libro de Santiago aparenta llevar el juicio a un pantano similar, pero esta vez hay que observar las cosas con detención. Con el prisma del presente, que siempre suele bloquear lo malo y filtrar lo bueno, su despegue parece tomar el brillo de una auténtica «edad de oro», con autores de primerísima línea paseando por sus rincones, entre ellos Carlos Fuentes, Roberto Bolaño o Salman Rushdie. Claro, por entonces además estaba vivo José Donoso, Nicanor Parra recién andaba por sus joviales 80 y tantos, J.J. Benítez aún no se desprendía de su popularidad y crédito, y el pedestal de Jodorowsky lucía alto y firme.

En las estanterías, por otro lado, era posible encontrar alguna que otra oferta que hiciera abrir los ojos y sacar la billetera, y los tesoros inexpugnables de la era pre Amazon allí florecían a raudales.

Con toda seguridad la organización tenía aún cierto nivel de artesanía e improvisación, que la mentada nostalgia hoy tiene relegado al olvido, pero aun así pareciera que esta vez no es tan antojadizo rememorar con cierta añoranza los valores de la Feria de antaño, y que en este lustro han lucido extraviados.

Para intentar una demostración, no es necesario ir demasiado lejos: En 2013 y 2014 hubo una inédita prescindencia de invitado de honor, manifestación patente de una Cámara del Libro sumida en líos institucionales, que se intentó aplacar con ventas de pomada como poner al «escritor» y al «lector» en el lugar estelar (como si por esencia no lo estuvieran cada año), y meter ruido con eslóganes como el recordado «Filsa pa’l que lee». Entre los escritores invitados, en tanto, nadie como para levantarse a tirar bengalas.

Pero también, dijeron, hubo afanes de reinvención en esos años, una suerte de claustro al que se sometieron sus responsables, en busca de reconocer el hoyo al que habían bajado y dibujar la ruta hacia el repunte. Justo es, entonces, reconocer que de a poco esa planificación parece dar resultados, según sugieren las horas previas a la 36ª Feria del Libro de Santiago, inaugurada anoche y abierta al público desde hoy.

Ya el año pasado, con los países nórdicos como invitados, se temperó en algo el ambiente, mientras que esta vez la presencia de México, con autores como Héctor Aguilar Camín, Laura Esquivel y Ángeles Mastretta, aparenta consolidar el tránsito hacia mejores posiciones.

Optimización de espacios, racionalización de valores y un programa mejorado complementan la tarea de refrescar al que debería ser uno de nuestros más resonantes eventos culturales en cada temporada, pero que en algún momento dejó ir su condición de imperdible. Triste. Nuestra Feria no puede ser menos que sus pares de países similares, ni moverse a menor ritmo que la vigorosa agenda artística y cultural capitalina. Ojalá los momentos más bajos efectivamente sean cosa del pasado. Al menos en el papel, la invitación de este año permite volver con fe renovada a la Estación Mapocho.

 

 

POr Sebastián Cerda/Pub

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