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Columna de Sebastián Cerda: “Somos más americanos”

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Permitámonos un desvío futbolero para comenzar esta vez: Si apuntamos al principio superior, la sanción que la FIFA impuso a la selección de Bolivia y que adjudicó a Chile el triunfo en el duelo del pasado 6 de septiembre, parece de toda justicia. Porque, visto desde afuera, en el entuerto se habrían producido dos faltas: Una, alinear a un jugador impedido de estar en la nómina; otra, reclamar fuera de tiempo. ¿Cuál es más grave y merece primar? En la respuesta a esa pregunta parece estar una de las claves.

Con reclamos de ida y vuelta, hoy el caso sigue abierto, pero más allá de lo que al final se decida, vuelve a llamar la atención cómo este tipo de coyunturas suelen prestarse para que asomen toda clase de nacionalismos. Puede ser ése que impone la ceguera y que fuerza los argumentos, como ha sucedido con los comunicadores argentinos, pero también está ese otro más ordinario, antojadizo e hiriente, y que en estos días ha fluido a través de la alcantarilla de las redes sociales.

Esta vez no miremos para el lado. Detengámonos en los chilenos, en ese grupo de compatriotas que usa cada uno de estos incidentes para trapear con el vecino, o que deja que cualquier pachotada de Evo Morales y compañía se transforme en la chispa que hace estallar toda su virulencia. Y eso dejando aparte lo que sucede a diario con los peruanos, la comunidad extranjera más numerosa en nuestro país.

Por eso propongo investigar un poco. Mirar alrededor y hurgar en la superficie de nuestra cultura (ni siquiera en lo profundo), para así darnos cuenta de que son muchas más las cosas que nos unen que las que nos dividen. Pocos minutos en ese ejercicio bastarán para distinguir que buena parte de los símbolos que animan nuestra escena popular se originan en el diálogo con los vecinos o, incluso, en importaciones directas.

Ahí está, por ejemplo, Palmenia Pizarro, un emblema local, aunque base buena parte de su repertorio en el vals peruano, incluido el himno de Augusto Polo Campos «Cariño Malo». Eso no ha sido impedimento para que instalemos esa melodía bajo la piel de Chile, tal como ocurre con la obra de Lucho Barrios, un peruano al que sentimos como propio, y cuyas canciones suenan hasta hoy en nuestros mercados y recintos más populares y bohemios.

Tal como suenan «Fina estampa», de la leyenda peruana Chabuca Granda, o «Que nadie sepa mi sufrir», de Ángel Cabral, uno que desde Argentina también contribuyó a nuestro repertorio popular. Lo mismo harían más tarde sus compatriotas Roberto Livi («Con una lágrima en la garganta») y Alejandro Vezzani, incluso en épocas distintas. Porque este último no sólo es quien firmó el éxito de Zalo Reyes «Mi prisionera», sino también «Que levante la mano», uno de los temas que destapó el fenómeno Américo. Los otros, en tanto, llevan la firma peruana de Estanis Mogollón, autor de «El embrujo» y «Te vas».

Y pese a que las autoridades bolivianas actuales hayan tratado de buscar nuevas divisiones en torno al charango, la quena y la diablada, lo cierto es que todos ellos pertenecen a ese Altiplano que nos une, aunque eso ya podría dar para una columna aparte, tal como el crecimiento arrollador experimentado en nuestras ciudades por los restoranes peruanos, a estas alturas tanto o más presentes que los otrora invencibles chinos y parrilladas.

Podríamos seguir por largo en este ejercicio, pero por ahora quizás con esto sea suficiente para acallar un rato a quienes insisten en separar y discriminar, y para dejar en claro cuánto en común tenemos con nuestros vecinos. La próxima vez que tengamos el impulso de hacerlo, recordemos que un disparo hacia afuera de nuestras fronteras, perfectamente puede terminar con la bala incrustada en nuestros propios pies.

 

POr Sebastián Cerda/Pub

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