Rolando Bustamante mira a sus cinco empleados mientras fabrican un bloque de hormigón tras otro. Luego consulta una tableta en la que recibe los pedidos de sus clientes y se comunica con sus proveedores.
PUBLICIDAD
La escena no tendría nada de particular si no fuera porque la fábrica está en una cárcel de las afueras de Montevideo. Que Bustamante -además de empresario- es un preso, que sus empleados también lo son, que los bloques serán vendidos en el mundo libre y que parte del dinero alimentará una especie de banco administrado por los reclusos.
La fábrica de bloques es sólo uno de decenas de emprendimientos de la cárcel vieja de Punta de Rieles, un experimento social excepcional. Allí los presos son empresarios y trabajan tanto para otros reclusos como para el mundo exterior. Hay panadería, pizzería, restaurante, vivero, quinta, peluquería, almacén y un largo etcétera.
De los 510 presos, la mayoría trabaja o estudia, y algunos hacen ambas cosas. En total, 382 tienen un empleo y 246 estudian.
No son delincuentes menores: hay ladrones, asaltantes, secuestradores y homicidas. Eso sí: la mayoría exhibe la voluntad de rehacer su vida. Sólo hay entre 40 y 50 que no aprovechan las posibilidades de trabajar o estudiar y si pasan dos años sin plegarse al sistema serán trasladados a una prisión tradicional.
La cárcel está dirigida por Luis Parodi, un ex guerrillero que abrazó la causa de la educación y la rehabilitación de los delincuentes. Cuando se le pregunta si en el mundo existe otra cárcel así responde: “Creo que no y me da miedo decirlo. Esto es la síntesis de 30 años de trabajo, lecturas, experiencias y fracasos”.
La apuesta del proyecto que comenzó en 2012 es convencer a los presos de que trabajar, estudiar, aprender un oficio o crear una empresa les deparará un futuro mejor. A cada uno que llega al penal, Parodi le pregunta qué sabe y qué le gusta hacer. Y allí comienza la historia.
PUBLICIDAD
Uruguay tiene un grave problema carcelario. El número de presos no deja de aumentar y las últimas cifras lo sitúan en 11.000. Según un informe del comisionado del parlamento para las cárceles, Uruguay ocupa el lugar 28 entre 222 países del mundo por su cantidad de presos por cada 100.000 habitantes: 321. La tasa supera las de Argentina, Chile, Paraguay, Perú, Colombia y México.
Muchas cárceles tienen graves problemas de hacinamiento y violencia, y son frecuentes las muertes y las denuncias de malos tratos y torturas.
Juan Miguel Petit, el comisionado parlamentario, conoce decenas de cárceles en América y Europa y nunca vio algo así. “Cuánto más se logra reproducir la vida de un barrio, más podemos prever que las personas que salgan se van a comportar en armonía con las demás”.
Caminar por Punta de Rieles es como visitar un pueblo. Los presos circulan por las calles mezclados con funcionarios y policías. Un detenido lleva una begonia que le regalará a su madre en la próxima visita: la compró en el vivero de otro recluso. Unos metros más adelante, otro preso carga una torta de cumpleaños de merengue y frutilla hacia la entrada de la cárcel. Es confitero y algunos de sus clientes están en el mundo libre. En la puerta hay alguien esperando para pagar y llevarse la torta.
“El encierro demuestra en todos lados que no cambia a la gente. Acá la idea es jugar a la realidad”, dice Parodi. “Eso sí, si alguno se funde, se funde. Tal como es el mundo real”.
El dinero para montar comercios o talleres proviene de las familias de los reclusos o del fondo que ellos mismos administran con autoridades electas por votación.
De las ganancias de cada emprendimiento, un 10% se vuelca a ese fondo, otro 10% se paga al Ministerio del Interior por el uso del terreno y la electricidad y un 10% a una asociación de víctimas del delito como un modo de reparar los daños cometidos.
“Es un fondo para que los emprendedores arranquen, que tengas la ilusión de un cambio. Muchos hemos aprovechado la oportunidad y le estamos dando para adelante”, dice Bustamante, condenado a 21 años de prisión por asalto de los que ya cumplió 19.
Punta de Rieles le cambió la vida. Tras pasar años en prisiones comunes cuando llegó allí miró todo con desconfianza. “Vi almacenes y comercios y pensé ‘¿dónde estoy?’”, relata. “En las cárceles comunes seguís en un mundo de violencia, pensando en quién te va a atacar y en cómo sobrevivir”, agrega mientras muestra el galpón donde comenzó a fabricar los bloques con un molde viejo y una pala de segunda mano.
Una panificadora creada por dos presos y que sigue allí a pesar de que sus dueños ya recuperaron la libertad emplea entre 50 y 70 personas, dependiendo del ritmo de producción. Sus dueños llegan todos los días a trabajar al penal y a veces -si el trabajo lo requiere- se quedan a dormir.
Ha habido quejas de que en la cárcel conviven presos por faltas menores con otros condenados por crímenes graves, pero esa es la idea de Parodi: que la mezcla ayude a los considerados “irrecuperables”.
Tampoco es fácil que los policías acepten que los presos son hombres de negocios. A veces la guardia impide que entren los camiones que traen insumos para Bustamante. Él discute desde una posición ambigua: es empresario, pero también preso. “Al final llamás a Parodi. Solo él te soluciona los problemas”.
La libertad de la que gozan los presos es amplia. Se puede decir lo que se quiere, tener perro, formar grupos, sindicatos, poseer teléfono y usar internet. Tales facilidades han servido para que algunos las aprovechen para delinquir, pero según Parodi son unos pocos.
Cerca de la fábrica de bloques de Bustamante está el taller de Wilson Resio, de 45 años, convicto desde hace 11 por coautoría de un homicidio.
Cuando cayó preso sabía trabajar en fibra de vidrio. Pero en la cárcel se especializó en fabricar embarcaciones deportivas. “Todos los botes de la Federación Uruguaya de Remo se hacen acá. Somos los primeros fabricantes en Uruguay y los primeros en el mundo en hacer estas embarcaciones dentro de una cárcel… Esto también es un taller escuela, porque capacitamos a otros”.
Dentro del taller suena música, las paredes están tapizadas de paneles de herramientas, hay maquinarias e insumos industriales. Nadie diría que es una cárcel.
“Punta de Rieles es un oasis en el sistema”, dice Denisse Legrand, periodista, activista y directora de Nada crece a la sombra, una organización no gubernamental con foco en el sistema carcelario.
“Además de todo su valor socioeducativo y socio laboral, es una de las cárceles con mayores niveles de seguridad porque el trato humano y la convivencia suplantan a la violencia característica de los contextos de encierro”, agrega.
Pero el proyecto tiene una debilidad: todo depende de Parodi y nadie sabe qué pasará el día que no esté.
La mayoría de las prisiones en América Latina «son lugares de almacenamiento con… condiciones muy duras para los reclusos y son muy inseguras para los presos y el personal, y básicamente son escuelas de delitos», explica Yvon Dandurand, integrante The International Centre for Criminal Law Reform and Criminal Justice Policy con sede en Canadá.
Agrega que «se necesitan valientes voluntarios, políticos y otros para comenzar proyectos como» Punta de Rieles cuando la sociedad, en la mayoría de los países, está a favor de un enfoque punitivo de la delincuencia.
Para Dandurand estos proyectos suelen tener índices de rehabilitación mucho mejores que las cárceles tradicionales.
Esa es la esperanza de Parodi. Aunque no existen estadísticas, el director espera que la reincidencia de sus liberados sea menor a las alarmantes cifras del sistema uruguayo, que rondan el 60% a 70%.
Mauro Rodríguez es un ejemplo de que el sistema funciona. Está en la cárcel de visita. Vino a ayudar a reparar una máquina del emprendimiento que creó mientras estuvo preso varios años. Hoy tiene una herrería en las afueras de Montevideo en la que trabaja con su hermano.
Integró una banda de narcotraficantes y cuatro de sus excompañeros están muertos. “Si no fuera por Punta de Rieles, yo también lo estaría”.