El lunes pasado, feriado, buscando temas para el diario del martes y haciendo un repaso por los principales portales del país, me encontré prácticamente con puras noticias policiales. El hincha de O’Higgins fallecido, los incidentes afuera del Monumental y los golpes a Bayron Oyarzo eran los destacados “deportivos” del día, en la versión criolla de una tendencia mundial que se ha repetido durante el año.
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La batalla campal en México, la estampida mortal en Indonesia y las lágrimas en Argentina son sólo las muestras más dramáticas. Pensamiento lógico: mejor quedarse en la casa que ser masoquista e ir al estadio.
Ya lo he escrito un par de veces en este espacio, y no hay que ser sociólogo para darse cuenta: las nuevas generaciones prefieren el computador antes que la cancha, la pantalla antes que el pasto, idealmente a la carta, no a la hora que les impongan. Por eso, los eSports son una amenaza cada vez más grande para el deporte tradicional, lo sabe Florentino Pérez, ése es su “caballito de batalla” para impulsar la Superliga europea.
“Los jóvenes ya no tienen interés por el fútbol”, dijo hace un tiempo el presidente del Real Madrid. Los datos lo avalan: en febrero, un partido del juego League of Legends tuvo más audiencia que la mitad de los encuentros de la Liga española de esa fecha.
Si a esto sumamos los niños que vieron a delincuentes mexicanos de un equipo molerse a palos con los del otro, o a los que presenciaron una avalancha terrible ocasionada por la policía indonesia, o a los pequeños argentinos que no podían respirar por los gases lacrimógenos, no solamente estamos perdiendo a la generación joven, sino también a la que viene detrás. La gente está muriendo en el fútbol y, de paso, sin darnos cuenta, el fútbol está muriendo con esa gente.